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automático. Coronado de espinas. Era marzo. La placidez de la luna parecía eternizarse colgada en la quietud del Universo cuando sobrevino la tormenta.
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automático Coronado de espinas.
Era marzo. La placidez de la luna parecía eternizarse colgada en la quietud del Universo cuando sobrevino la tormenta.
Desde el firmamento tenebroso de Judea las nubes, color de cieno, se precipitaron sombrías hasta asaltar enloquecidas los espacios, y en la vida de aquel joven galileo sonó el clamor de la incertidumbre y la desolación.
Su alma se cubrió de livideces, de su pecho surgió el grito desgarrado del martirio y de sus labios la generosa sonrisa del perdón.
En aquella hora, desprovisto de su túnica, encorvada la espalda y reclinada la cabeza sobre su pecho recibió treinta y nueve latigazos con las hirientes fustas que en su caso se emplearon.
Dos soldados de bárbaras y feroces maneras aplicaron sobre su cuerpo el horrible castigo.
El joven no dejó escapar ningún quejido. Sobrevivió, calló y recordó su añorada Galilea, de la que una vez salió para no volver jamás.
Tal vez, en el umbral de su muerte, se había acostumbrado a ver su pasado distante y velado por su largo peregrinaje, aunque en aquel momento evocó el brillante panorama del extenso y bellísimo valle bajo el tibio sol de un lejano atardecer.
Terminó la flagelación y el pueblo avanzó hacia el escenario aplaudiendo con las manos en alto y vitoreando el nombre de los torturadores.
Los soldados lo cubrieron con un manto de púrpura, y alguien regresó del cercano matorral con una diadema tejida con ramas espinosas con la que ciñeron sus sienes a modo de improvisada corona.
Aquel joven galileo, crucificado, coronado de espinas y en alas del dolor contempló cómo desde la hora sexta el cielo se oscurecía y un insidioso viento de levante soplaba enfurecido.
Las tinieblas mortecinas se fueron extendiendo como ingente nube de cenizas, la tierra comenzó a temblar, se hendieron las rocas y se escuchó un estruendo dolorido cuando la cortina del Templo se desgarró.
Se oyeron voces de espanto y un clamoreo de angustia y desesperación se elevó hacia el cielo, pareciendo que había llegado el tenebroso día de la ira.
Cuando en aquellos momentos el mundo se derrumbaba y los hombres vagaban sin destino entre las tinieblas, Jesús, mientras desde su pedestal derramaba su blanca claridad, sintió que su cuerpo era sólo carne mortal y que su valor lo abandonaba.
En la eternidad sonó la hora nona y él, colgado del madero y coronado de espinas, humilló la cabeza, gimió vencido por el dolor y con los ojos vidriosos expiró mirando al cielo.
Coronado de espinas. Era marzo. La placidez de la luna parecía eternizarse colgada en la quietud del Universo cuando sobrevino la tormenta. Desde el firmamento tenebroso de Judea las nubes, color de cieno, se precipitaron sombrías hasta asaltar enloquecida sus espacios, y en la vida de aquel joven galileo sonó el clamor de la incertidumbre y la desolación. Su alma se cubrió de livideces, de su pecho surgió el grito desgarrado del martirio y de sus labios la generosa sonrisa del perdón. En aquella hora, desprovisto de su túnica, encorvada la espalda y reclinada la cabeza sobre su pecho recibió treinta y nueve latigazos con las hirientes fustas que en su caso se emplearon. Dos soldados de bárbaras y feroces maneras aplicaron sobre su cuerpo el horrible castigo. El joven no dejó escapar ningún quejido. Sobrevivió, calló y recordó su añorada Galilea, de la que una vez salió para no volver jamás.
Tal vez, en el umbral de su muerte, se había acostumbrado a ver su pasado distante y velado por su largo peregrinaje, aunque en aquel momento evocó el brillante panorama del extenso y bellísimo valle bajo el tibio sol de un lejano atardecer. Terminó la flagelación y el pueblo avanzó hacia el escenario aplaudiendo con las manos en alto y vitoreando el nombre de los torturadores. Jesús de Nazaret fue el protagonista del doloroso drama. Los soldados lo cubrieron con un manto de púrpura, y alguien regresó del cercano matorral con una diadema tejida con ramas espinosas con la que ciñeron sus sienes a modo de improvisada corona. Aquel joven galileo, crucificado, coronado de espinas y en alas del dolor contempló cómo desde la hora sexta el cielo se oscurecía y un insidioso viento de levante soplaba enfurecido. Las tinieblas mortecinas se fueron extendiendo como ingente nube de cenizas, la tierra comenzó a temblar, se hendieron las rocas y se
escuchó un estruendo dolorido cuando la cortina del Templo se desgarró. Se oyeron voces de espanto y un clamoreo de angustia y desesperación se elevó hacia el cielo, pareciendo que había llegado el tenebroso día de la ira. Cuando en aquellos momentos el mundo se derrumbaba y los hombres vagaban sin destino entre las tinieblas, Jesús, mientras desde su pedestal derramaba su blanca claridad, sintió que su cuerpo era sólo carne mortal y que su valor lo abandonaba. En la eternidad sonó la hora nona y él, colgado del madero y coronado de espinas, humilló la cabeza, gimió vencido por el dolor y con los ojos vidriosos expiró mirando al cielo. Era el día 14 del mes de Nisán del año 33.
Coronado de espinas. Texto y composición: pedro martínez borrego. Imágenes: Internet. Tema musical: Beethoven – Sonata piano y violín. Esta reproducción: Vitanoble Powerpoints