E N D
Julián Rivera, el portero suplente de los fines de semana en mi casa, se nos fue ayer golpeado por la puerta cuando acudía a su trabajo. Y hubo en todo el vecindario ese aire gélido que parece que sopla cuando la muerte nos roza con su ala. Porque a Julián le queríamos todos. Estaba siempre allí, pequeño como era, sentadito en su rincón, repartiendo sonrisas y saludos, dispuesto siempre a ayudar en todo lo que hiciera falta. Parecía la imagen de la felicidad. Y no es que la vida hubiera sido fácil para él. Estaba desempleado por el cierre de la empresa donde trabajó tantos años y ahora sobrevivía con lo que ganaba con ayudar en nuestra casa cubriendo la portería los fines de semana. Pero él sonreía siempre y siempre hablaba bien de todo el mundo y especialmente de su mujer y de sus hijos a quienes adoraba. Era eso lo que llamamos un hombre bueno. Uno de esos hombres buenos gracias a los cuales el mundo es todavía habitable.
Los niños de la casa han perdido especialmente una especie de abuelo suplente. Y lo ha perdido especialmente Alfonsito, mi vecino, que a Julián le recordaba uno de sus hijos muerto “hace ahora veintiocho años y tres días”, como él me dijo un día con exactitud matemática, que me hizo pensar qué honda estaba en él todavía la herida de aquella muerte. Por eso, cada domingo, cuando Alfonsito llegaba por la tarde, sabía que en el casillero de su buzón habría siempre un diminuto regalo de Julián: dos caramelos, una pastilla de chocolate o un trozo de turrón envuelto cuidadosamente en el papel de plata. Y ese regalo semanal era tan sagrado para el niño como para Julián. En la mañana del domingo, al salir para ese trabajo al que ya nunca llegaría, nuestro portero se metió en el bolsillo los dos caramelos que, por la noche, serían la sorpresa del pequeño.
Pero anoche el buzón estuvo por primera vez vacío. Porque los dos caramelos se fueron en el bolsillo de Julián que con ellos, ha sido enterrado hace unas horas. Yo me imagino que ayer, cuando Julián se encontrase con Dios y éste le preguntase ¿qué has hecho en tu vida?, sacaría nuestro portero del bolsillo esos dos caramelos y le diría a Dios: “He querido a la gente”. Y esos dos caramelos serían para Dios tan sagrados como las dos monedas de la viuda del Evangelio; es decir, más valiosos que todo el oro del mundo.
José Luis Martín Descalzo. “Razones para Vivir” Cuaderno de Apuntes IV.