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avance del libro Felicidades Ordinarias. Rafael R. Valcárcel. La elección de cada una de las 21 historias está en relación a un texto apócrifo (Museo del Louvre), que plantea 21 puntos a considerar para tener una vida feliz.
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avance del libro Felicidades Ordinarias Rafael R. Valcárcel
La elección de cada una de las 21 historias está en relación a un texto apócrifo (Museo del Louvre), que plantea 21 puntos a considerar para tener una vida feliz. Los sucesos contemporáneos que se narran en esta obra no pretenden ser una interpretación de las palabras de hace 1.900 años. Únicamente es un ejercicio de observación y asociación entre las vivencias de la gente de hoy y las búsquedas que desde siempre las personas han emprendido para encontrarse cerca de la felicidad. Cada historia está representada por una letra. La suma de todas ellas conforman el título del libro: Felicidades Ordinarias, que sugiere que esa felicidad de fondo no es esporádica o extraña, sino común y cotidiana… y que tampoco es compleja y elitista, sino sencilla y al alcance de cualquiera. En este adelanto, te ofrecemos seis.
Antes de pasar al texto conservado en el Museo de Louvre, cabe precisar que Birket Smith, filólogo danés, lo tradujo del latín al inglés en 1976; aclarando que, más que una traducción, lo consideraba una interpretación muy ceñida al manuscrito original. Puesto que yo no sé latín, pero sí inglés, he tomado de base el trabajo de Birket Smith. “Para ser feliz, debemos aceptar que siempre ignoraremos (F) infinidad de cosas, que tenemos limitaciones (E) y que la mediocridad (L) es una parte esencial de nuestra naturaleza humana, que tiene mucho de animal (I). Hay que conseguir que nuestros actos no estén manipulados por el miedo al qué dirán los demás (C) o por temor a ser rechazados por quienes queremos (I). Debemos ser consecuentes (D). Es mejor disfrutar de la soledad (A) que sociabilizar contra uno mismo. Además, para tomar decisiones con mayor libertad, es conveniente cargar con poco equipaje (D) y contar con una utopía (E) que nos haga andar, y también con una vocación
(S) que nos haga disfrutar del camino. Hay que ser conscientes de quiénes somos (O). Igual de importante es conservar la esperanza (R) de encontrar a la persona que nos complementará que conservar la ilusión de enamorarse (D). Por último, es imprescindible que escuchemos nuestra voz interna (I) para disfrutar de la magia (N) que se incrementa con nuestras creencias (A) y el amor (R); pero no olvidemos que no estamos solos y que la felicidad plena únicamente se alcanza cuando es colectiva (I). Debemos ayudar a los demás a que sean felices (A), y para conseguirlo hay que ponernos en el lugar del otro (S)”.
F El ignorante privilegiado No siempre, pero casi siempre, Francisco Arce Beltrán iniciaba la siesta con el mismo pensamiento: Gracias. Una palabra que representó con millares de imágenes y ninguna letra, porque su nombre completo era lo único que sabía escribir. Se consideraba un privilegiado. Yo lo veía como un ignorante, además de conformista. Y me refiero a su etapa adulta, porque era comprensible que de niño no hubiese podido estudiar. Labró la tierra hasta que la sequía del 62 dejó a su familia sin propiedad en favor del banco, viéndose obligado a migrar a la ciudad antes de cumplir los trece años. Mendigando por las calles, entabló amistad con un vagabundo que tocaba la guitarra. Le enseñó una canción. La aprendió con muchísimo esfuerzo. Quiso enseñarle otra. A Francisco no le interesó. Para él, una bastaba para ganarse la vida. Durante cuatro décadas, únicamente ha cantado ese tema. Le
gustaba decir que entre él y un sellador de sobres no había ninguna diferencia. No profundizaba. Ahí terminaba su comentario, con un rostro que rebozaba satisfacción. ¡Ignorante, conformista y descaradamente estúpido! Me irritaba. Ya no. Comenzó a desbaratar mis prejuicios la tarde que me preguntó qué buscaba alcanzar con tanto estudio y competitividad. Respondí. Mi meta era su presente. A Francisco Arce Beltrán se le veía tranquilo, contento y en paz. Era feliz, monótonamente feliz. De todas formas, él estaba equivocado. Su actividad distaba mucho de la que realizaba un sellador de sobres. Si bien Francisco repetía una misma acción a lo largo del día, el público interrumpía su rutina cuando, entusiasmado, le pedía “otra, otra”. Y eso ocurrió con una frecuencia creciente porque cada vez interpretaba mejor el tema. En varias ocasiones, salió del apuro improvisando historias que nunca reutilizaba, puesto que
no se daba el trabajo de memorizarlas. Sin embargo, al madurar su autoestima, se aventuró a decir la verdad, complementándola con el siguiente argumento: “Si un compositor puede subsistir toda su vida con las regalías de una canción, por qué yo no puedo hacerlo cantándola”. En una oportunidad, al estar por finalizar su jornada callejera, un espectador le ofreció una suma tentadora por tocar en la fiesta sorpresa que estaba organizando para su pareja. Aceptó. Tres horas después, inició su concierto. Tres minutos más tarde, se quedó sin repertorio. Aplausos prolongados. Volvió a cantar el mismo tema. Silencio prolongado. Sonreía mientras pensaba. Nuevamente, las cuerdas de la guitarra reprodujeron la melodía, pero, en lugar de acompañarla con la letra, propuso un Karaoke concurso y dotó al premio con la mitad de la paga que iba a recibir esa noche. Tocó las notas de la canción hasta el amanecer. Los invitados, encantados con la velada, lo fueron contratando para distintas celebraciones, incluyendo cumpleaños infantiles. Dado el éxito, los nuevos invitados hicieron lo propio, y la rueda giró. Las Radios desempolvaron el vinilo original,
pero la gente reclamaba la versión de Francisco. La grabaron y difundieron. Sonaba en toda la ciudad, a cada rato, acelerando el desenlace. Nadie quiso volver a oírla. Cuando estaba por marcharse, BMG y Sony le ofrecieron producir un disco con temas inéditos. Ni siquiera lo dudó. Respondió que no. Se trasladó a Córdoba con el ánimo intacto. Al ir conociendo los valores de su perspectiva, fui compartiendo —en parte— la admiración que él sentía hacia las personas que desempeñaban orgullosas una labor simple y monótona. Francisco creía que ellos tenían la posibilidad de no pensar en nada, dejando libre el espacio para sentir, como cuando él labraba la tierra y las imágenes fluían por las emociones y no por la razón. Francisco Arce Beltrán encontró la forma de tener una vida interesante, libre y segura, sin saber leer ni escribir. Sólo le hizo falta aprender una canción para comprar una casa, mantener a su esposa y tres hijos, disfrutar de sus vicios inofensivos y hasta
gozar de vacaciones cada cuatro meses. El resto de cosas que aprendió no tenían ninguna utilidad económica, cultural o social, simplemente le sirvieron para mantener a salvo la mayor parte de su descontaminada ignorancia.
C La amante del viejo Matías Carrano Romero ha sido sacerdote, dibujante de historietas, director de cine, violinista, cantante, representante de Martin Luther King, presidente de México y campeón olímpico, entre otros. En el fondo, lo disfrutó, pero lo que le dio una auténtica satisfacción fue que su hija, Camila, nunca se enterase. Camila tenía cuatro años cuando, sin razón aparente, comenzó a trabarse al iniciar algunas frases. No fue un caso aislado. Dos compañeras suyas manifestaron los mismos síntomas. La docente encargada de la hora del almuerzo fue la causante, al presionarlas a diario para que comiesen más deprisa. El daño fue involuntario, pero la presión constante socavó la estabilidad emocional de las tres pequeñas, que eran más sensibles de lo normal. Sobre las dos compañeras no supe el desenlace. He de reconocer
que ni siquiera pregunté si consiguieron superar el problema. Supuse que sí. No, no lo supuse. Eso me lo digo ahora para creer que cualquier persona me interesa por igual, al margen de si su historia es interesante o común. La verdad, la que recuerdo, es que al enterarme de cómo se curó Camila, mi atención se centró únicamente en la metodología que empleó su padre. Los niños —muy crueles cuando quieren— arrastraron la tartamudez de Camila a niveles alarmantes; despertándole tics nerviosos en el rostro, los hombros y dedos de las manos. Mientras más destrozaban su autoestima, las reacciones involuntarias se hacían más diversas y exageradas. Cambiaron a Camila tres veces de colegio —los niños habitan en todos—, la llevaron a distintos psicólogos y trabajadores sociales. No obstante, el problema continuó empeorando. Acudieron a terapias de familia. Ninguna mejora. Matías, en su abatimiento, llegó a pensar que su propia timidez era la real causante. Suposición que fue descartada por los profesionales y por toda persona con sentido común.
Lo cierto es que Matías no era tímido, lo que desde siempre tuvo fue miedo al ridículo. Eso lo paralizaba. Por poner un ejemplo: una vez a la semana se vestía de punta en blanco para bailar durante horas con su esposa, pero nunca en público, porque le daba vergüenza la mirada inquisitiva de los demás. Una tarde de domingo, observó a su hija leyendo una historieta de Charlie Brown. Leía tan mal como cualquier niño de su edad —había cumplido siete—, pero no tartamudeaba. Se sentía a gusto con su personaje favorito. A Matías Carrano le brillaron los ojos, y no por la luz de la idea que se había originado en su cerebro. Tenía una posibilidad, por remota que fuese, de devolverle a su hija la confianza en ella misma. Le pagó a un artista ambulante para que hiciese varios bocetos de Charlie Brown y Snoopy, que luego introdujo en una carpeta. A la mañana siguiente, caminó hacia el parque donde estaría su familia. La pequeña no lo reconoció. Su esposa supo quién era sin necesidad de haberle visto de frente; ella le había ayudado con el disfraz. Matías se tropezó y los bocetos que llevaba se desparramaron sobre el césped. La niña se emocionó al
reconocer a los personajes. Le preguntó si era Charles Schultz y la respuesta fue afirmativa. Hablaron. No hubo milagros. Tartamudeó como de costumbre. Al despedirse, él prometió dibujar un número especial para ella, que llevó por título “Amo amo amo amor”. Semana a semana, se encontraron en aquel lugar, regalándole un nuevo capítulo en cada ocasión. En la historieta, Camila era muy apreciada por todos. Aprendieron de ella a amar el poder amar. Únicamente “tartamudeaba” cuando decía “amor”. Charles Schultz y Camila se hicieron amigos. Ella le contó que los niños decían que los tartamudos eran emisarios del demonio y estaban condenados al fuego eterno. Por consiguiente, Matías, esta vez como sacerdote, visitó a Camila durante muchos viernes a las cinco de la tarde, hasta extinguir la última llama. Durante esos meses, en una ceremonia cívica donde asistían los alumnos de gran cantidad de colegios, la distraída presentadora recibió un sobre en el que debía anunciar la inesperada presencia del presidente de México, que subió al estrado con notoria tranquilidad. Su discurso honró a los héroes de palabra, los que
construyeron naciones sin violencia, a través del diálogo y, entre ellos, destacó a un tartamudo ejemplar que su agudeza le hacía encontrar los términos precisos para decir, en oraciones mínimas y contundentes, lo que deseaba transmitir sin trabarse. Camila, desde las gradas, admiró el valor de las palabras. Desde ese día, antes de hablar, pensó minuciosamente en el contenido y la forma. Eso le dio confianza, porque además de aminorar la tartamudez y las gesticulaciones, sus comentarios fueron más agudos, provocando que sus compañeros le tuviesen respeto. Al comprender el auténtico valor de las palabras bien empleadas, sintió deseos de conocer a aquellos quienes las utilizaban con generosidad. Una de las personas que llegó a admirar fue Martin Luther King. Lamentablemente, a los pocos días de escribirle una primera carta, James Earl Ray asesinó al líder negro en Memphis, Tennessee. Camila se enteró por la prensa y se entristeció profundamente, durante semanas, hasta que recibió una carta de los Estados Unidos firmada por el representante de King, con quien mantuvo una prolongada correspondencia.
Matías Carrano Romero no cesó su empeño en recobrar la autoestima de su hija; introduciéndose en el traje de director de cine, cantante, una serie de personalidades más y campeón olímpico, hasta que alcanzó su meta. Ya en estos días, un fin de semana al mes, la joven Camila baila con su padre hasta el amanecer, sin importarle que los muchachos de la discoteca piensen que es la querida de un viejo. Sin importarle a él que el ritmo sólo lo lleva por dentro.
A Biedsa Lo primero que llama la atención es el televisor. En su interior, a modo de librero, se aprecia una selección de novelas de aventura. Biedsa piensa que a cualquier cosa se le puede sacar alguna utilidad, empleando un poco de ingenio y algo más de voluntad. Las piezas internas de aquel aparato, junto con las de la radio, le sirven como fichas para los juegos de mesa que inventa. Desde la ventana del salón, los transeúntes son diminutos puntos impersonales y sus gritos, un susurro indescifrable. Biedsa vive muy lejos de las calles. La última vez que las pisó fue el 22 de febrero de 2003. A partir de entonces, no ha vuelto a escuchar una palabra de nadie. Está sola: ha conseguido realizarse antes de cumplir los treinta y cinco. Para poder sufragar sus necesidades, trabaja por intermediación de un agente. Esporádicamente, le compran la idea de algún juego, aunque su fuente de ingresos principal proviene de los
artículos que redacta sobre comportamientos psicológicos en grupo. Los escribe en japonés y los traduce al inglés bajo otro seudónimo. De esa manera, por un mismo artículo, recibe un doble ingreso, o triple, cuando requieren que adicionalmente lo traduzca al castellano, su lengua natal. Biedsa me aguarda en la cocina, sentada frente a un tronco pulido que hace de mesa. Lleva puesta una máscara. De inmediato, me doy cuenta de que no la usa para ocultar su rostro, sino para no ver el mío. La máscara carece de ojos. En contrapartida, le deja la boca al descubierto para beber y para hablar, sin aguardar respuesta. Sin desear oír respuesta. Tuve que comprometerme a no decir ni una palabra para que accediera recibirme. Deberé escribir un máximo de ocho preguntas durante el desarrollo de la entrevista. ¿Por qué decidiste apartarte de la sociedad? Nunca lo hice. Vivo en el medio de ella y vivo de ella. Lo que decidí fue evitar el contacto con las personas. La excepción de hoy sólo responde a que mi agente me lo pidió como un favor personal. Tres veces. Supongo que le habrás dado motivos para
caerle en gracia, además de dedicarle tu libro. Deja escapar una risa espontánea. Hermosa. Parece provenir de un cuadro. Imagino cómo habrá sonado antes y cómo fue quedándose en silencio, pero sin enmudecer. Irradia una alegría sincera, primaria, rebosante. Nadie que estuviese en mi lugar cometería el error de confundir esa expresión con una sonrisa. Su voz, que espero no se desvanezca, es relajante, suave y segura. ¿Las personas te producen algún tipo de malestar? Te precipitas en tu apreciación. Muchas han dejado tantos recuerdos bellos en mí, que los propios, los individuales, viven prácticamente arrinconados. Por lo general, cualquier persona, de forma individual, es interesante y agradable. En tiempos moderados, eso sí, porque hasta la más encantadora del mundo puede ser insoportable si vive contigo cada segundo, en el mismo metro cuadrado, indefinidamente. ¿Por qué evitar el contacto, entonces? Siempre he tenido pavor a la soledad. Al igual que varios
colegas, me metí en la psicología para entenderme a mí misma y recomponerme. Mi meta no era ejercer como psicóloga, era superar mi miedo a la soledad en todas sus facetas. Hoy, me siento realizada. Estar frente a mí con una máscara ciega, ¿no es un síntoma de fracaso? La máscara es una excentricidad, no una necesidad. Podría verte y no me ocasionarías ninguna recaída. El no querer verte es algo práctico. Si lo hiciese te convertirías en todos los rostros, incluso serías el mío. No tengo espejos en casa, ni fotos, ni imágenes de personas. Hasta las portadas de los libros han sido forradas con papel antes de entrar a esta casa. Los rostros que conservo en mi mente, en el mejor de los casos, son inventados. Con los años, ha sido inevitable que los haya alterado gradualmente, quizá idealizándolos, quizá llevando a la exageración alguna característica resaltante de su fisonomía. En cambio, los que corrieron peor suerte, están borrosos. El mío es uno de ellos. Si te veo, es seguro que en mis sueños me pareceré a ti y, sin darme cuenta, lo haré despierta cuando piense en mí. No creo que me favorezca la barba. Me da la impresión de que la llevas.
Ríe. Es un placer que no dejo escapar. Olvido mi cuerpo y dentro de él mis manos. Se me ha caído el bolígrafo. Por inercia, inconscientemente, pido perdón. Lo he dicho en voz baja, pero audible. Biedsa no se inmuta. Me hace suponer que lleva tapones en los oídos. Y las voces… ¿recuerdas la de alguien en particular? No. Ni siquiera la de mi madre, que fue la última que escuché. También había olvidado la mía. La oí el día en que acepté que vinieras. Quería saber si no la había perdido. Desde ese lunes, en mi mente, hablo por todos. Sólo cambian los tonos, como si yo interpretase cada uno de los personajes que habitan en mi historia. Hace más de cinco años que me relaciono por cartas convencionales o digitalizadas. Las dejo en el salón para que mi agente las gestione. Además, se encarga de que no me falte de nada. Incluso supervisa a los del gas o el agua cuando hacen las revisiones anuales. Es mi ángel de carne y hueso, aunque ya no sé si es de carne y hueso. No recuerdo su cara ni su voz. Pero sin duda es real. Viene todos los martes a las 10, mientras yo leo en mi dormitorio, que está insonorizado. La casa también la acondicioné así.
Se pone de pie, cierra la ventana de la cocina y después, recorriendo el pasillo de memoria, la del salón. La calle ha desaparecido. Cuando cierro las ventanas, suelo quitarme los tapones que llevo en los oídos. Pero ahora los conservaré, por si acaso. No sería raro que soltases una palabra sin querer. Entiendo que mi rostro pueda apoderarse de todos los cuerpos. Sin embargo, mi voz ya no tiene la posibilidad de mezclarse con la tuya, y tus personajes ganarían en matices. ¿Por qué prefieres que no hable? Ahora me da igual. Pero espero que cumplas tu promesa, por ti. Cabría argumentar que en la reflexión se afinan las decisiones y se saca un provecho mayor en beneficio de las partes involucradas. No obstante, para qué. Al callarme, mientras tú escribes la siguiente pregunta (la que tachas cuando agrego algo más), escucho mi corazón por unos
segundos. Hay días que lo escucho durante horas. Me da paz. Me costaría renunciar a esta tranquilidad que se hace más profunda a medida que pasa el tiempo. Tras empezar mi búsqueda, descubrí una gran cantidad de sonidos que me hablaban de mí y sobre el ser un humano. Los primeros meses fueron bastante duros, pero el deseo de alcanzar mi objetivo me mantuvo firme. Los sonidos comenzaron a aparecer a medida que prescindía mentalmente del exterior, y yo dejé de sentirme sola. Recuerdo que la primera medida que tomé fue cortar todas las fuentes por donde podía introducirse el ruido. ¿Por eso lo del televisor? No. De las palabras vacías me encargué mucho antes. Un día mi padre, mientras veía el noticiario, exclamó que ya no aguantaba más y despotricó contra sí mimo por haber sido tan idiota de comprarlo. Lo desenchufó y lo cogió para tirarlo a la basura. Le dije que me lo regalase, que alguna utilidad debía de tener. ¿No echas de menos a nadie? Hace un par de años, a mis padres, que fallecieron poco antes de encerrarme en este piso. Ahora los siento muy cerca, desde que
ya no tengo necesidad de buscar otro cuerpo para llenar un vacío. Supongo que tarde o temprano saldré de aquí y espero no hacerlo porque no tenga otra opción. Me gustaría redescubrir el mundo, pero será cuando haya saboreado bien la pureza de la soledad. Escribo “gracias” y me levanto para marcharme. Biedsa me acompaña hasta la puerta. Giro hacia ella y me despido con una mirada que anhela traspasar la máscara. Tantea mi posición con una mano. Me abraza. Yo le correspondo. Cierro los ojos para estar más cerca de ella. Siento sus latidos en mi pecho. Esta noche dormiré especialmente solo.
O Fe en los colores “Mis padres son ateos, pero si los colores existen, también debe existir Dios”. Al comienzo, no asimilé las dimensiones de la frase. Mientras Sandra iba al baño, cerré los ojos y me esforcé en pensar que así los había tenido desde siempre. Supe que ni siquiera cabía decir que el mundo era negro. Sólo pude tener la certeza de que era monocromático, sin saber muy bien a qué me refería. Sandra Bertorello Garay, ciega de nacimiento, acaba de publicar “Los sentidos del Yo”, un ensayo escrito en braille y de tirada insignificante, puesto que lo ha editado con sus propios recursos. Personalmente, espero que alguna editorial se interese en traducirlo para el público vidente y lo difunda como es debido, porque el tema, además de interesante, está enfocado desde una perspectiva ajena al común de los humanos y con una vehemencia perturbadora.
La cafetería en la que conversamos sobre sus teorías tenía un aspecto horrendo. Ninguna mesa era igual o parecida a otra, los manteles lucían diseños que no combinaban entre sí y la vajilla y cubertería parecían haber sido recolectadas en incursiones clandestinas a otros locales. En contrapartida, he de admitir que el sabor del café y su aroma eran inigualables. Aunque la vista casi me impidió apreciarlo. Sandra Bertorello asume su realidad sin quejas. Tampoco agradece haber nacido ciega, pero, como buena optimista que es, sostiene que su discapacidad física ha sido una ventaja crucial para poder encontrarse a sí misma. El título de su obra, “Los sentidos del Yo”, anticipa sutilmente los dos temas que desarrolla este ensayo. Uno plantea las razones de existir como una unidad y, el otro, cuestiona si los procesos sensoriales son inherentes al ser. Para obtener conclusiones sobre el segundo punto, se aventuró a experimentar otras limitaciones. Durante más de dos años y medio, vivió con la nariz y los oídos taponados. Además, usaba guantes y se sometía a largos periodos de ayuno. “No podía
tomar prestados un par de ojos para entender una realidad distinta a la mía y, en consecuencia, conocerme más. Sin embargo, me era factible el dejar de oír y oler para alcanzar el mismo fin… Cuanto más se disipaba la presencia del exterior, mi conciencia aumentaba”. “No me equivoco al sostener —lo he comprobado— que los sentidos no sólo no son parte de la esencia del Yo, sino que se encargan de alejarnos de él, porque su responsabilidad es la subsistencia y para ello deben estar atentos al entorno y a nuestras necesidades corporales. Pensar en el Yo distrae… Hay quienes proponen que el camino a seguir es el opuesto. Que contemplar la naturaleza es acercarnos a nuestra raíz. Quizá ambos caminos sean válidos, pero, dada mi circunstancia, sólo puedo optar por uno de ellos… Y para contar con un entendimiento amplio sobre algunos conceptos, no me queda más que confiar; como cuando dicen que no se alcanza a divisar la otra orilla. ¿La verdad depende del número de personas que lo afirman?”. Cuando regresó del baño, no la vi venir. “Un día que mis padres
exponían sus argumentos en contra de la existencia de Dios, intervine para poner en duda la de los colores. La anécdota no murió ahí, comencé a dudar sobre su capacidad de ver y me angustié al sospechar que ellos y el resto eran como yo y que el concepto de visión era un astuto juego de poder. Por lógica, mis paranoias cesaron ante algunas demostraciones irrefutables. Mal que bien, duraron lo suficiente para sembrar el deseo incontrolable por saber quién y qué era Yo”. “Pese a la gran satisfacción que me da conocerme, no puedo evitar querer ver. Más por curiosidad. Me encantaría descubrir, entre otras cosas, los colores. Y reconozco que dudo, y que dudar me produce un poco de miedo. A veces creo que son un invento colectivo para hacer la vida más llevadera. O cabe la feliz posibilidad de que simplemente sea una incapacidad mía”.
D Amor antes, durante y después de la lluvia Me llamó la atención él, por su forma de mirarla, como si no fuese una desconocida que veía por vez primera, pero así era. Él había subido en la misma estación que yo y estaba solo. Recién en la siguiente parada, ella entró al autobús y no se percató de su presencia, pese a que se sentó junto a él. Después, sacó de la mochila un dossier de ilustraciones. Él, como ya dije, la miraba, como si evocase un centenar de momentos compartidos: el otoño en que la lluvia los llevó a refugiarse en el mismo lugar, la excusa para hablarle, un número de teléfono, los días de dudas, la timidez de él para invitarla a salir, los silencios de ella para retrasar la cita, el recital en el que coincidieron, el beso, los besos, las confesiones, los descubrimientos, cenas de dos, reuniones, compromisos, el compromiso, hijos y deseos de seguir soñando. ¿Y si únicamente le recordase a un antiguo amor? O quizá, sin aguzar tanto la memoria, ella era la silueta vacía de sus anhelos, de esa ilusión latente que lo mantuvo
despierto, de un desenlace feliz que ya había vivido durante cada noche de insomnio. Yo no tenía pensado tomar un autobús, ella tampoco. Afuera había dejado de llover. Le pregunté si las ilustraciones eran suyas.
i La materia de la felicidad Le fascinaban los bebés. Todos los bebés. Los niños de más de dos años, no. Unos pocos le gustaban y con casi ninguno se sentía a gusto. Lo que sentía era pena. Pena y frustración. El olor de un bebé, sus pequeñas manos, los dedos finos y suaves, la sonrisa dulce y su mirada inocente despertaban en él ternura. Nada más. La fascinación que lo inundaba nacía de la posibilidad. En la Convención Iberoamericana para el Desarrollo de 2001, celebrada en el Distrito Federal de México, Alvarado Campos sostuvo: “No hace falta ser un genio para darse cuenta de que nuestros conocimientos avanzan mucho más rápido que nuestra conducta. En teoría, sabemos cómo cuidar el ecosistema, sabemos cómo convivir en paz y sabemos cómo respetar los derechos humanos. En teoría, sabemos cómo ser lo que no
somos. Si comenzásemos a educar a los bebés bajo un esquema coherente con esos valores, la teoría sería una realidad. Sin embargo, preparamos a nuestros hijos para que salgan adelante en esta sociedad competitiva, donde un niño que empuja a otro niño para quedarse con el juguete es algo totalmente normal, donde una guerra —aunque eso sí no lo justifiquemos— también sigue siendo normal”. Omar Alvarado, en su adolescencia, fue arrestado por actos vandálicos. Había constituido un diminuto grupo subversivo de corte ecologista. No se sabe si llegó a empuñar un arma o si únicamente pegó carteles e hizo pintadas en las paredes. Los documentos del caso desaparecieron gracias a los contactos de sus padres. La condena, correspondiente a su clase social, fue ir a estudiar al extranjero. La cumplió con entusiasmo, porque nunca dejó de pensar en su revolución. Una licenciatura de sociología y otra de pedagogía sólo lo llevaron a replantearse el cómo. Comprendió que sería imposible alcanzar un mundo armónico con personas desequilibradas emocionalmente y que, en el mejor de los casos, a sólo algunas les alcanzaría la vida para estabilizarse así mismas. La respuesta del cómo estaba en los bebés.
Convención de 2001. Prosiguió: “Durante los dos primeros años, el cerebro adquiere la mayor cantidad de información del entorno con el propósito de subsistir en él. Nuestros valores sociales prácticos quedarán almacenados en su inconsciente y condicionarán, poco o mucho, su conducta futura. Y, para no romper la tradición, se le enseñará la teoría del ciudadano ejemplar y aprenderá a controlar sus impulsos. Controlar lo que ya es”. Pocos meses después de la convención, Omar Alvarado fundó en su ciudad de residencia, Lima, un centro de educación piloto en el que aplicó sus ideas pedagógicas. Pretendía comprobar si eran viables para después conseguir que se implantaran en el país y, tras los logros obtenidos, tener una posibilidad real de exportar el modelo al resto del planeta. Se requería una acción global. Pero, primero, había que recorrer el camino. Contrató a 11 educadores que compartían su visión. Entre ellos, contaba con psicólogos, sociólogos, dietistas y músicos. A continuación, Omar se focalizó en escolarizar, tras prolongadas entrevistas familiares, a sus primeras alumnas: 12 mujeres embarazadas de menos de tres meses.
Cada año, ingresaban 12 nuevas mujeres, que asistían al centro de lunes a sábado. Las clases empezaban a las ocho de la mañana y terminaban a las cuatro de la tarde. Sus respectivas parejas, padres y suegros, en cambio, sólo iban los sábados, salvo cuando disponían de vacaciones para participar diariamente. Al proceder de una familia adinerada, Omar Alvarado se pudo permitir el ofrecer una enseñanza gratuita a cambio del compromiso. Además, intentando emular a un estado correcto a pequeña escala, otorgaba ayudas a quienes no podían cubrir las necesidades básicas de sus hogares con un solo ingreso. Dio pocas. El centro educativo estaba situado en un barrio de clase media y Alvarado procuró que las alumnas viviesen cerca unas de otras. Las jornadas transcurrían entre sesiones de relajación, música, lecturas sobre diversas corrientes educativas, conversaciones, terapias conductuales, bailes, cursos sobre alimentación, cocina, cultivos, ecología y canciones que posteriormente cantarían a sus hijos. Algunas de ellas eran populares, pero con las letras
modificadas (anexo 1); y la mayoría, conservando acordes conocidos, las construían de raíz (anexo 2). Otro asunto que tomó con suma delicadeza fue la creación de una biblioteca de cuentos con tirada unitaria. Los solicitaba a distintos escritores, imprimía desde su ordenador un ejemplar de cada título y lo anillaba él mismo. No era fácil que te aprobase una historia. Le envié siete. Me aceptó dos. El cuento debía cumplir una serie de requisitos pedagógicos sin restarle divertimiento a la trama. Se descartaba todo personaje que generara una predisposición de alerta al engaño, la picardía, la rivalidad o la competencia. No se hablaba de obediencia o desobediencia, sino de curiosidad, sensatez y respeto. No existían armas de guerra, sino herramientas para cazar lo necesario. No había buenos ni malos, sino seres con un rol útil. Y ante ese exceso de idealismo, mi reacción fue decirle que estaba produciendo conejos para un bosque con lobos. Más adelante, entendí que lo que buscaba era desaparecer a los depredadores.
Convención de 2001. Prosiguió: “Algunos dicen que la mejor forma de educar a un niño es asistiéndolo apenas llora y la corriente opuesta sostiene que hay que ignorarlo para que deje de quejarse. Y sin duda hay cabida para una tercera o cuarta o quinta metodología. Pero no debemos olvidar que la metodología será más o menos efectiva de acuerdo al fin que deseamos alcanzar. Así que lo primero que debemos tener en claro es para qué educamos a nuestro hijo. ¿Quiero que sea una persona que esté sobre las demás a toda costa? ¿Una que sepa defenderse de sus salvajes congéneres? ¿O queremos que sea simplemente competitiva? ¿O sumisa y dócil? ¿Una anarquista? Sí y no. Rascando en el inconsciente, se le educa para que sea feliz. Y uno, que depende de su entorno, no puede ser feliz solo. Necesita que los demás también lo sean”. Cuando visité su centro educativo, quedé encantado. Una acción es suficiente para transmitir ese ambiente: Un niño, no mayor de tres años, se alimentaba a la vez que me daba de comer a mí y a los padres de otro alumno, a partes iguales, de un plato común. Sobre la religión, decidió no entrar en el envoltorio de ninguna
en concreto. Para cualquier creyente, Dios es amor y, por tanto, sin necesidad de mencionarlo, lo hacía presente. Omar consideraba que los ritos particulares debían ser transmitidos por los propios padres, “porque el niño aprende con el ejemplo y la coherencia”. Convención de 2001. Culminó: “Que un gobierno tenga tendencia de izquierdas o de derechas es poco relevante si brinda a sus ciudadanos una educación íntegra. Es la inversión más segura. Una persona lúcida y feliz no mata al vecino, ni roba un banco, ni tira basura por doquier, ni engaña a sus colegas o empleados, ni intenta sacar provecho a costa de otro. Pero no podemos pasar por alto que una persona lúcida y feliz tampoco trabaja en lo que no se realiza, ni obedece órdenes que van en contra de sus principios. Una persona lúcida y feliz no es rentable para los gobernantes de hoy”. En diciembre de 2007, Omar Alvarado Campos dejó el centro. Ni si quiera sus seres más cercanos conocen su paradero. Saben que está vivo, pero no qué hace ni dónde. Especulan, por supuesto. Que se cansó de su utopía. Que se marchó con una
muchacha. Que se convirtió en misionero. No estoy de acuerdo. Mi teoría es otra. Conociendo sus ideales e intenciones, está trabajando en la segunda etapa de su proyecto. Quizá estime que la única manera de implementar su enfoque educativo a nivel nacional es teniendo la autoridad para hacerlo. Me lo imagino recorriendo los andes, exponiendo sus ideas en poblados insignificantes, casi perdidos, recolectando firmas para formar un nuevo partido y presentarse a las próximas elecciones. Espero no equivocarme. Espero que no sigamos equivocándonos.
Anexo 1 Arroz con leche me quiero casar con una persona muy natural que sepa reír que sepa soñar y que haga sus deberes sonriendo igual. Anexo 2 El Mundo dumba dumba da Un día mi papá al cole me llevó, pero en lugar de al cole, me llevó al zoo. Me dijo: mira hijo aquí todo empezó, mas esto no era un zoo, esto tenía son.
Bailaba el triceratops dumba dumba da, también el ave fénix sobre un frutal. Bailaba el ictiosaurio en la profundidad con ninfas y sirenas, todos sin parar. Un día un asteroide con la tierra chocó, pero entre las cenizas un ave surgió. Se dijo: no me aflijo, aquí todo empezó y con nuevas semillas el mundo pobló. Bailaba el megalonyx dumba dumba da, también el ave fénix sobre un frutal. Bailaba el pez mamut en la profundidad con ninfas y sirenas, todos sin parar. Un día y otro día la vida siguió y la madre natura ni se inmutó. Se dijo: no me aflijo, aquí ni mando yo y con miles de años todo eso cambió. Bailaba el elefante dumba dumba da, también el ave fénix sobre un frutal. Bailaba el pez león en la profundidad con ninfas y sirenas, todos sin parar.
Un día y otro día la vida siguió y un ser “inteligente” en eso apareció. Se dijo: no me aflijo, aquí el rey soy yo y a los animales todos enjauló. Bailaba el homo sapiens dumba dumba da, mas no el ave fénix sobre un frutal. Bailaba el sapiens solo fuera de compás con los ojos cerrados pisando a los demás. Un día mi papá al cole me llevó, pero en lugar de al cole, me llevó al zoo. abrimos ene jaulas, después el portón y la madre natura reanudó el son. Bailaba el que te canta dumba dumba da, también el ave fénix sobre un frutal. Bailaba con mi padre y con mi mamá, con ninfas y sirenas, todos sin parar.