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La profunda unión con Dios de Juan Pablo II y su participación en el misterio pascual se revelaron con toda su plenitud en los últimos días de su vida. El cuerpo se debilitaba cada vez más, pero permaneció fuerte en el espíritu y «amando hasta el final» (Juan 13,1).
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La profunda unión con Dios de Juan Pablo II y su participación en el misterio pascual se revelaron con toda su plenitud en los últimos días de su vida. El cuerpo se debilitaba cada vez más, pero permaneció fuerte en el espíritu y «amando hasta el final» (Juan 13,1). Por primera vez, el Papa no pudo presidir los ritos del Triduo Pascual.
«Estoy espiritualmente con vosotros en el Coliseo», escribió el Viernes Santo en el mensaje destinado a cuantos participaban en el Vía Crucis, y añadió: «La adoración de la Cruz nos invita a un compromiso del que no podemos sustraernos: la misión que san Pablo expresaba con las palabras ‘completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia’ (Colosenses 1, 24).
Yo también ofrezco mis sufrimientos para que el proyecto de Dios se realice y su palabra camine entre las gentes». Estaba sentado ante el altar de su capilla privada, seguía la celebración en un monitor de televisión y oraba. En la XIV estación, tomó en sus manos el Crucifijo y estrechó a él su rostro marcado por el sufrimiento, como si quisiera decir como Pedro: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo» (Juan 21,17).
El amor de Cristo, más fuerte que la muerte, le confortaba en el espíritu y habría querido expresarlo el Domingo de Resurrección, cuando a mediodía apareció en la ventana para impartir la bendición Urbi et Orbi. A causa de la conmoción y del sufrimiento sin embargo no consiguió pronunciar las palabras; hizo sólo el signo de la Cruz con la mano y con un gesto respondió a los saludos de los fieles.
Este gesto de impotencia, de sufrimiento y de amor paterno, como también aquel conmovedor silencio del sucesor de Pedro, dejaron una huella indeleble en los corazones de los hombres de todo el mundo. También el Santo Padre fue turbado profundamente por este acontecimiento. Tras haberse alejado de la ventana, dijo: «Tal vez sería mejor que muriera, si no puedo cumplir la misión que se me ha confiado», e inmediatamente añadió: «Que se haga Tu voluntad, Totus tuus».
No temía la muerte, durante toda la vida había tenido a Cristo como guía y sabía que iba a Él. Durante las celebraciones del Gran Jubileo del año 2000 escribió en su testamento: Le pido que me llame cuando Él mismo quiera. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos, del Señor somos. (Romanos 14, 8)
Había sido siempre profundamente consciente de que el hombre, al término de la peregrinación terrena, no está condenado a caer en las tinieblas, en un vacío existencial o en el abismo de la nada, sino que es llamado al encuentro con el mejor de los padres, el cual acoge amorosamente entre sus brazos al propio hijo, para darle la plenitud de vida en la Trinidad Santísima.
Sabiendo que para él se estaba acercando el tiempo de pasar a la eternidad, de acuerdo con los médicos había decidido no ir al hospital, sino permanecer en el Vaticano, donde tenía asegurados los cuidados médicos indispensables. Quería sufrir y morir en su casa, quedándose junto a la tumba del apóstol Pedro.
El último día de su vida --el sábado 2 de abril de 2005-- se despidió de sus más cercanos colaboradores de la Curia Romana. Junto a su cabecera continuaba la oración, en la que participaba, a pesar de la elevada fiebre y de una debilidad extrema. Por la tarde, en cierto momento, dijo: «Dejadme ir a la casa del Padre».
Extracto de la aportación del cardenal Stanislaw Dziwisz Arzobispo de Cracovia Quien fue secretario de Juan Pablo II, al libro «Dejadme ir» («Lasciatemi andare») publicado en Italia por Edizione San Paolo.