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E N D
Aunque para algunos parezca increíble en esa época no existía la televisión, las tardes y noches antes de dormir transcurrían con reuniones familiares, mi mamá tocaba la armónica, la guitarra y cantaba muy bonito, también se escuchaba la radio con programas como Cri Cri el grillito cantor, radio novelas de misterio como Carlos Lacroix (dicen que se pronuncia Lacroa) y otros programas de entretenimiento. Son bonitos recuerdos que aparecen de vez en vez en mi memoria. Mis primeros días de escuela pasaron en la “Artículo 123” de eso sí ya no tengo recuerdos, seguro que no me gustaba la idea de ir a clases o estaba tan contento que no lo grabé en el disco duro. A mis papás les gustaba mucho salir los fines de semana, algunos simplemente los pasábamos en las playas de alrededor y otros se organizaban paseos en coche, una vez llegamos hasta Salina Cruz, en Oaxaca, recorriendo la carretera transístmica donde me sorprendía mucho la fuerza del aire en la zona de la ventosa, era tal que lograba voltear a algunos vehículos y hasta camiones, yo creo que dependía de la velocidad, tanto del viento como del vehículo y aprovechando un pequeño columpio de la carretera donde la gravedad reduce su peso salían volando, eso digo yo, pero se veían varios en el trayecto. Esa era un área desértica llena de matas raras (para mí) y el viento las hacía correr sobre el suelo dando un espectáculo interesante. El paisaje era muy árido y lleno de arbustos espinosos como güizaches, muchas partes vacías, polvoso, seco. En todos esos viajes, mientras nos desplazábamos, la actividad principal era cantar a dúo con mi mamá o en su defecto avisar al piloto cada vez que se acercaba una curva del camino o un puente o algún otro “obstáculo” para que así él pudiera tomar las precauciones necesarias. En esa época se pasaba a Minatitlán en panga y se comían unos tamales muy sabrosos que se llamaban “chanchamitos”; también recuerdo que el cruce era folclórico pues un señor que estaba en la panga tocaba música con un serrucho, sí de verdad, golpeaba un serrucho de carpintero con un palito con la punta de hule y al doblar más o menos el instrumento, o golpear arriba o abajo, daba notas diferentes y si además lo movía entonces la nota vibraba, era sorprendente. Salíamos cada vez que se podía, e íbamos a los ríos, lagunas, bosques y lugares pintorescos de los alrededores de donde vivíamos. Los días de campo comiendo sándwiches y huevos cocidos fueron muy comunes y significativos, usábamos una camioneta pick up de la Coca, que era la que tenía a su servicio mi Papá, con una lona se hacía un techo en la parte trasera y a viajar.
Recuerdo que en Cozoleacaque las mujeres lavaban la ropa en la orilla del río, a la vera de la carretera y lo hacían con el torso desnudo, una gran falda amarrada a la cintura y nada más. Creo que fueron mis primeras lecciones de Biología. Ahí en Coatzacoalcos, todas las mañanas amanecía el mercado con unos altavoces tocando música, en aquel tiempo la de moda era el gorrioncillo pecho amarillo, así que en lugar de despertar con el trino de las aves canoras, se despertaba uno con el gorrioncillo enamorado de una calandria ingrata, desde luego a todo volumen. Todavía tengo en mi codo izquierdo la cicatriz que me dejó un corte profundo del enlaminado de un techo a donde saltando por el balcón de mi casa, pasábamos para cortar mangos y almendras de los árboles del vecindario, el techo estaba mojado y resbalé. Las almendras las poníamos a secar al sol y después se les sacaba la pepita para mandárselas a mi abuelo a Monterrey, nunca pregunté por qué pero así se hacía. Claro que en la operación de sacar las pepitas, unas se iban para Monterrey y otras para adentro, era nuestro pago por separarlas. De verdad que no hay otra época más chévere que la de ser niño, con la inocencia y la muy corta estatura, todo te parece enorme y haces un juguete o una gran historia con cualquier cosa que hoy te parecería de lo más normal. He tenido oportunidad de regresar y ver de nuevo algunas de las cosas que menciono y ya no tienen el encanto de antaño, quien sabe si es que crecí o se hicieron pequeñas. Puedo asegurar que esta sensación la tenemos todos, la casa donde viviste, la escuela, el árbol, el auto, la escalera, todo lo vimos enorme, si regresas lo verás completamente normal, éramos niños. La segunda vuelta a Puebla fue como para mis ocho años (1956), la casa era muy grande de estilo antiguo, en la 16 de septiembre, casi frente a la iglesia de Nuestra señora del Carmen. Con cajas de cartón me hice una casita de mi tamaño, donde pasaba mucho tiempo jugando. También recuerdo que los camiones de pasajeros Estrella Roja, encerraban a la vuelta y el deporte favorito de la palomilla era colgarse de las escalerillas traseras, avanzar unas cuadras y bajarse para empezar de nuevo. A más de uno lo arrojó el camión al suelo resultando seriamente raspado y medio dañado. Hago la aclaración que en aquellos tiempos los camiones de pasajeros llevaban el equipaje y los pertrechos en una canastilla en el techo y no en la parte baja como es hoy. Ahí también fue tiempo de ir a la matinée, caminábamos unas ocho cuadras hasta llegar al cine, en esa época se podía andar tranquilamente por la calle sin ningún temor, cuando mucho y yo creo que más bien para que nos frenáramos un poco, nos inventaban que había roba chicos y que deberíamos tener cuidado de no hablar con extraños pero la verdad, nunca sucedió nada. De regreso comprábamos algunas chácharas o alguna revista del Halcón Negro, el Llanero Solitario, la Familia Burrón o cualquier otra que estuviera de moda y con una paleta helada en la mano regresábamos a casa sintiéndonos todos, los dueños del mundo. Es ahora cuando se inventa la televisión y pasábamos buen rato viendo programas como Fuerte Apache (Rin Tin Tin), Lassie, Patrulla de Caminos, o los concursos de aficionados al canto. Los vecinos nos juntábamos en la casa de uno que tenía aparato, pues no todos lo podíamos tener y se organizaban las tardeadas alrededor de la tele y al anochecer, todo mundo a su casa de regreso. En la iglesia del Carmen, estaba de encargado un sacerdote (el padre Elías) que nos dejaba entrar a jugar en los techos de la iglesia llenos de cúpulas de diferentes tamaños que nos daban un escenario perfecto para jugar a las escondidas o policías y ladrones. También indios y vaqueros ya que a ninguno le faltaba su pistola de fulminantes (chinampinas), era muy común que todos tuviéramos una. Además nos prestaba un cuadrilátero de boxeo donde nuestra fantasía organizaba peleas entre nosotros mismos y que considerábamos de campeonato. Alguna vez nos robamos una
botella de vino de consagrar, que al final no bebimos porque se nos hizo que estaba demasiado fuerte, éramos todos unos chamacos que también hacíamos algunas cosas malas, pero desde luego, sin perder la inocencia. Estudié el cuarto y quinto de primaria en el Colegio Benavente y ahí mismo fue donde hice mi Primera Comunión. Mi Papá no era muy de religiones, mi Mamá un poco sí, pero a todos los hermanos nos bautizaron, confirmaron, comulgaron y demás, para luego dejarnos a cada uno elegir basados en el famoso libre albedrío, el camino que cada quien prefirió. En este mismo colegio entré al Grupo 10 de los Scouts, siempre me gustó mucho la vida del monte y andar de caminatas, así como recorrer cerros y veredas para comprender un poco como es que las diferentes cosas se producen y llegan a la ciudad y desde luego ver los diferentes animales del campo y hasta donde era posible las costumbres de la gente que vivía ahí. Recuerdo muy bien una excursión al “Cofre de Perote” en el Estado de Veracruz, nos subieron a un autobús al anochecer y nos trasladamos hasta donde era posible llegar en el camión, de ahí iniciamos a pié el ascenso hasta la cima, pero para esto ya habíamos estado despiertos toda la noche, pues aunque se suponía que durmiéramos entre bromas y canciones nadie lo hizo, sube y sube hasta un poco antes del amanecer, de repente encontré una gran piedra plana y se me ocurrió acostarme, según yo un momentito para descansar, me quedé dormido… al despertar ya había amanecido y a mi alrededor no había nadie, la neblina cubría todo, pensé que me había perdido y me asusté, pero a los pocos minutos entre la bruma descubrí que estaba a unos metros de la base del cofre y muchos de mis compañeros estaban ahí, qué alivio, lo habíamos logrado y no estaba perdido. Para el sexto de primaria en el Colegio Motolinía ya estaba viviendo en Morelia (1959), ahí es donde realmente inicia la vida de adolescente, Secundaria y Preparatoria en el Instituto Valladolid (CUM) con tiempo para pertenecer al Grupo 1 de Scouts y ser monaguillo en la capilla de Nuestra Señora de Lourdes, donde el padre Gabriel Ibarrola se encargaba de nosotros, los campamentos por aquí y por allá me permitieron conocer el Estado de Michoacán como si se tratara del mío propio. Los Azufres, Chupícuaro, Cuitzeo, Pátzcuaro, la Tzararacua, Zinapécuaro, Cuincho, la laguna Siragüen, son lugares que aún permanecen en mi memoria llenos de recuerdos y aventuras. Ahí tuve un amigo que murió en su motocicleta y hasta hoy, aunque ya no recuerdo su nombre, lo tengo muy presente y le guardo mucho afecto. Recuerdo esta parte de mi vida de una manera especial pues las excursiones y campamentos fueron para mí como un manual de cocina, de primeros auxilios, de
construcciones con ramas, de nudos con cordel, de alpinismo, de incomodidades y de éxitos personales al ascender en el grupo y llegar a ser jefe de patrulla. Como marca el protocolo, en una excursión al “cerro hueco” hice mi Promesa Scout, hoy después de “algunos muchos” años recuerdo el lugar, la ceremonia y la estrofa completa de la Promesa. En este momento me dijeron “que tu vida sea tan recta como este bordón” y he procurado, salvo por algunos chipotitos muy pequeños, que así sea. El cerro hueco es un volcán apagado, donde el cono está semi relleno de tierra, sin embargo al brincar en el suelo podíamos sentir la vibración de que estábamos en una especie de tambor, sonaba hueco y así estaba debajo de donde estábamos parados. Con los Scouts aprendí a nadar, a apreciar la naturaleza, a llevar la vida con independencia pero con normas, a convivir con personas de diferentes tipos y culturas, a distinguir lo bueno de lo malo, a cantar, a rezar y una serie de cosas que definieron mi derrotero en la vida o cuando menos contribuyeron en buena parte a ello. Acampados en la orilla del lago de Cuitzeo una noche llegaron unos judiciales a avisar que se acababan de escapar unos presos muy peligrosos y que los habían visto ir en esa dirección, (conste que teníamos 12 ó 14 años) nos dio un miedo terrible y con los jefes por delante, organizamos una batida por los alrededores armados con palos, cuchillos, hachas y los bordones (palos que se usan como bastón largo), recorrimos mucho trecho sin encontrar nada hasta que nos dijeron que había sido una broma para darle sabor al campamento. Que mala onda, de todos modos, esa noche ya no pudimos dormir. San Juan Taimeo es un balneario termal pequeño, donde acantonábamos en las habitaciones de la pequeña iglesia del poblado, algunos adentro y otros acampados afuera a la orilla del arrollo, en esa iglesia sucedía algo extraño pues las voces de la gente cantando durante la misa, se quedaban atrapadas dentro del recinto y durante la noche se escuchaban los cánticos como si estuvieran ahí las personas, pronto supimos que era una especie de eco pero por lo pronto los sustos eran buenos. Afuera de la iglesia, como en muchos poblados, estaba el panteón y sobre las tumbas nos sentaban a contarnos historias de miedo, qué noches aquellas, no queríamos que las historias terminaran, no por buenas, sino para no irnos a dormir y pasar miedo. Algo de lo más bonito durante esa época eran las fogatas del último día en los campamentos, primero la búsqueda de la leña, después tratar de hacer una pira diferente a las otras (se hacía una especie de concurso) y ya al anochecer, juntarnos todos para cantar, jugar, recibir algún reconocimiento, escuchar indicaciones y despedir la actividad con esa canción que hasta la fecha me eriza la piel, “porque perder las esperanzas de volverse a ver ……… no es más que un hasta luego ………… no es más que un breve adiós … muy pronto junto al fuego nos reunirá el señor”. En Morelia pasé la mayor parte de esa época (de los 12 a los 17 años), ya tenía bicicleta y podía emprender grandes “viajes” e incluso ir y venir a la escuela en ella, nos juntábamos grupos de amigos para recorrer la ciudad y hasta salir de ella, siempre me ha gustado andar de pata de perro para todos lados y conocer. Quiero mencionar algo que para mí fue importante, durante los días que no había clase me gustaba mucho ir con el operador del camión de sonido de la Coca, anunciábamos el beisbol, las relojerías Cantú, con su “pavo y regalos” en época navideña y todas las campañas que antes hacían las refresqueras, cambiaban corcholatas por charolas, vasos, destapadores, refrescos gratis, etc. Me divertía mucho y me hacía sentir útil. En una ocasión en una secundaria fui acompañando a un mago que si tomabas una coca te dejaba entrar al espectáculo, este señor me presentó como el gran artista y cantante de la televisión pero que no podía cantar porque estaba afónico, repartí autógrafos y las niñas se acercaban a conversar conmigo como si fuera verdad. Otra fantasía más. Al poco tiempo llegó mi moto, una Yamaha 125, chispas! yo la veía enorme, chamarra de cuero, lentes de ojo de mosca y todo un “tolete” que recorría la ciudad libremente.