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NOVELA ESPAÑOLA A PARTIR DE 1939

NOVELA ESPAÑOLA A PARTIR DE 1939. LA IDEOLOGÍA DE LOS VENCEDORES EN LA GUERRA CIVIL

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NOVELA ESPAÑOLA A PARTIR DE 1939

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Presentation Transcript


  1. NOVELA ESPAÑOLA A PARTIR DE 1939

  2. LA IDEOLOGÍA DE LOS VENCEDORES EN LA GUERRA CIVIL El levantamiento militar de julio de 1936 tiene como primer efecto la eliminación de las organizaciones e ideologías democráticas y obreristas (revolucionarias). En palabras de Franco al embajador francés Herbette, España necesitaba una «operación quirúrgica», que limpiase al país de la izquierda revolucionaria. […] En definitiva, se trataba de poner en marcha una lógica de represión, ya visible en el discurso de los sectores cedistas radicales (las Juventudes de Acción Popular), en Falange, en el tradicionalismo que, por supuesto, culmina en los militares alzados en el verano del 36. Como explicaba una circular a las Comisiones depuradoras del magisterio a fines de año: «Los individuos que integran esas hordas revolucionarias, cuyos desmanes tanto espanto causan, son sencillamente los hijos espirituales de catedráticos y profesores que a través de instituciones como la llamada Libre de Enseñanza forjaron generaciones incrédulas y anárquicas. Si se quiere hacer fructífera la sangre de nuestros mártires, es preciso combatir resueltamente el sistema seguido desde hace más de un siglo de honrar y enaltecer a los inspiradores del mal, mientras se reservaban los castigos para las masas víctimas de sus engaños.» Ahora el alcance de la contra-ideología era general, bajo esa consigna de eliminación del oponente, fueran «hordas marxistas» o demócratas: en definitiva, el Mal, la Antiespaña. (A. Elorza y C.López Alonso: Arcaísmo y modernidad)

  3. NOVELA DE POSGUERRA:

  4. Los gozos y las sombras A Carlos se le había ocurrido que aquella noche Rosario tenía que venir. No sabía por qué, ni si era un presentimiento. Había preparado una bandeja con café y galletas y había encendido la chimenea de su dormitorio. Cuando supuso que Paquito ya no subiría, salió de la torre y fue a ver si los leños se habían encendido, si la habitación se calentaba. Llevaba en la mano el quinqué encendido. Tuvo que hacer fuego otra vez, y atizarlo, porque la leña estaba húmeda. Pasó algún tiempo antes de que la llama fuese satisfactoria y segura. Le dolían las rodillas y la espalda. Se incorporó y echó un vistazo. Realmente, la habitación estaba destartalada, había desconchados por todas partes y agujeros en el piso, por los que entraba el aire. Añadió una manta a la cama. Al hallar frías las sábanas, pensó que debiera haber traído unas botellas de agua para calentarlas, porque Rosario llegaría mojada y tiritando. Era inexplicable lo de Rosario. Él era pobre, no había más que ver la casa en que vivía. Rosario se engancharía a su pobreza para siempre. Algún día tendría que regalarle algo, un traje, un mantón, unos zapatos, y eso costaba dinero, más de lo que él tenía. En cosas de oro no había ni que pensar. (Rosario, delicadamente, se había despojado de todos los regalos de Cayetano.) Las mujeres no son fácilmente comprensibles.

  5. La Familia de Pascual Duarte Me acuerdo que un día -era un domingo- en una de esas temblequeras tanto espanto llevaba y tanta rabia dentro [mi pequeño hermano Mario], que en su huida le dio por atacar -Dios sabría por qué- al señor Rafael que en casa estaba porque, desde la muerte de mi padre, por ella entraba y salía como por terreno conquistado; no se le ocurriera peor cosa al pobre que morderle en una pierna al viejo, y nunca lo hubiera hecho, porque éste con la otra pierna le arreó tal patada en una de las cicatrices que lo dejó como muerto y sin sentido, manándole una agüilla que me dio por pensar que agotara la sangre. El vejete se reía como si hubiera hecho una hazaña y tal odio le tomé desde aquel día que, por mi gloria le juro, que de no habérselo llevado Dios de mis alcances, me lo hubiera endiñado en cuanto hubiera tenido ocasión para ello. La criatura se quedó tirada todo lo larga que era, y mi madre -le aseguro que me asusté en aquel momento que la vi tan ruin- no lo cogía y se reía haciéndole el coro al, señor Rafael; a mí, bien lo sabe Dios, no me faltaron voluntades para levantarlo, pero preferí no hacerlo... ¡Si el señor Rafael, en el momento, me hubiera llamado blando, por Dios que lo machaco delante de mí madre! Me marché hasta las casas por tratar de olvidar; en el camino me encontré a mi hermana -que por entonces andaba por el pueblo-, le conté lo que pasó y tal odio hube de ver en sus ojos que me dio por cavilar en que había de ser mal enemigo; me acordé, no sé por qué sería, del Estirao, y me reía de pensar que alguna vez mi hermana pudiera ponerle aquellos ojos. Cuando volvimos hasta la casa, pasadas dos horas largas del suceso, el señor Rafael se despedía; Mario seguía tirado en el mismo sitio donde lo dejé, gimiendo por lo bajo, con la boca en la tierra y con la cicatriz más morada y miserable que cómico en cuaresma; mi hermana, que creí que iba a armar el zafarrancho, lo levantó del suelo por ponerlo recostado en la artesa. Aquel día me pareció más hermosa que nunca, con su traje de color azul como el del cielo, y sus aires de madre montaraz ella, que ni lo fuera, ni lo había de ser... Cuando el señor Rafael acabó por marcharse, mi madre recogió a Mario, lo acunó en el regazo y le estuvo lamiendo la herida toda la noche, como una perra parida a los cachorros; el chiquillo se dejaba querer y sonreía... Se quedó dormidito y en sus labios quedaba aún la señal de que había sonreído. Fue aquella noche, seguramente, la única vez en su vida que le vi sonreír...

  6. La Familia de Pascual Duarte • Tenía una perrilla perdiguera -la Chispa-, medio ruin, medio bravía,pero que se entendía muy bien conmigo; con ella me iba muchas mañanas hasta laCharca, a legua y media del pueblo hacia la raya de Portugal, y nunca nos volvíamosde vacío para casa. Al volver, la perra se me adelantaba y me esperaba siempre juntoal cruce; había allí una piedra redonda y achatada como una silla baja, de la queguardo tan grato recuerdo como de cualquier persona; mejor, seguramente, que elque guardo de muchas de ellas. Era ancha y algo hundida y cuando me sentaba se meescurría un poco el trasero (con perdón) y quedaba tan acomodado que sentía tenerque dejarla; me pasaba largos ratos sentado sobre la piedra del cruce, silbando, con laescopeta entre las piernas, mirando lo que había de verse, fumando pitillos. La perrilla,se sentaba enfrente de mí, sobre sus dos patas de atrás, y me miraba, con la cabezaladeada, con sus dos ojillos castaños muy despiertos; yo le hablaba y ella, como siquisiese entenderme mejor, levantaba un poco las orejas; cuando me callabaaprovechaba para dar unas carreras detrás de los saltamontes, o simplemente paracambiar de postura: Cuando me marchaba, siempre, sin saber por qué, había devolver la cabeza hacia la piedra, como para despedirme, y hubo un día que debióparecerme tan triste por mi marcha, que no tuve más suerte que volver sobre mispasos a sentarme de nuevo. La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a mirarme;ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría,como dicen que es la de los linces... un temblor recorrió todo mi cuerpo; parecía comouna corriente que forzaba por salirme por los brazos, el pitillo se me había apagado; laescopeta, de un solo caño, se dejaba acariciar, lentamente, entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviese que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal. Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra.

  7. Nada Empecé a seguir –una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación. Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas, de establecimientos cerrados, de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar. Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos “camàlics”. Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía. […] Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona: “¡Ya va! ¡Ya va!” Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorrieron cerrojos. Luego, me pareció todo una pesadilla.

  8. Se iniciaba ya el otoño. Los árboles de la cuidad comenzaban a acusar la ofensiva de la estación. Por las calles había hojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba del suelo haciéndolas girar en confusos remolinos. Hicimos el camino en la última carretela descubierta que quedaba en la ciudad. Tengo impresos en mi cerebro los menores detalles de aquella mi primera experiencia viajera. Los cascos de los caballos martilleaban las piedras de la calzada rítmicamente, en tanto las ruedas, rígidas y sin ballestas, hacían saltar y crujir el coche con gran desesperación de mi tío y extraordinario regocijo por mi parte. Ignoro las calles que recorrimos hasta llegar a la placita silente donde habitaba don Mateo. Era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se llegaba merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores y ecos extraños. Del otro lado de la plaza, cerraba sus confines una mansión añosa e imponente, donde un extraño relieve, protegido en una hornacina, hablaba de hombres y tiempos remotos; hombres y tiempos idos, pero cuya historia perduraba amarrada a aquellas piedras milenarias. La sombra del ciprés es alargada

  9. Realismo social (años 50)

  10. Inclinó la cabeza contra las manos que había enlazado fuertemente. Lo que siguió lo entendí más confuso porque se puso a morderse los nudillos de los dedos, nerviosamente. Me contó que había estado a punto de ir a Suiza con su padre y que la noche anterior se desesperaba asomada al balcón de su cuarto pensando que eso ya nunca se podría remediar, que las cosas que podrían haber hecho en aquel viaje ya nunca las haría y la gente que podría haber conocido ya no la conocería; y que pensando eso no se podía consolar. Que un viaje le puede cambiara uno la vida, hacérsela ver de otra manera y a ella ese año se la habría cambiado. Le pregunté que por qué no había ido, pero no me contestó directamente.- Si usted no vive aquí- dijo-, no puede entender ciertas cosas. Hace poco que está aquí, ¿no?- Tres días.- Tres días- repitió-. No puede entender nada. Si le explico por qué no fui a Suiza se reirá, dirá que qué disparate, que eso no puede ser. Creerá que lo ha entendido, pero no habrá entendido nada. Solamente uno que vive aquí metido puede llegar a resignarse con las cosas que pasan aquí, y hasta puede llegar a creer que vive y que respira. ¡Pero yo no! Yo me ahogo, yo no me resigno, yo me desespero.Hablaba con rabia, con voz excitada, como si yo la estuviera contradiciendo. Había pasado de un tono a otro sin transición. Tuve miedo de que nos oyeran los de la habitación, porque se había ido desplazando hacia el hueco de la puerta y estábamos seguramente a la vista de las personas de dentro. Incluso parecía que ella se gozase en alzar la voz como si con sus últimas frases quisiera desafiar a alguna de aquellas personas, o tal vez a todas ellas. Se me ocurrió decirle que seguramente sacaba las cosas un poco de quicio bajo el peso de su desgracia, pero en seguida sentí que me había equivocado tratando de consolarla por ese camino. Lo vi en sus ojos casi furiosos.- Aquí tendría que estar usted hace diez días de la mañana a la noche, aquí en esta casa, a ver si se ahogaba o no se ahogaba, como yo me ahogo. Oyendo cómo le dicen a uno de la mañana a la noche pobrecilla, pobre, pobrecilla. Día y noche, sin tregua, día y noche. Y venga suspiros y de compasión y más compasión, para que no se pueda uno escapar. Y compasión también para el muerto, compasión a toneladas para todos, todos enterrados, el muerto y los vivos y todos. Usted ¿qué cree?, ¿que un muerto necesita tanta compasión?, ¿que necesita de los vivos para algo? Por lo menos a él, que lo dejen en paz, ¿no le parece? Entre visillos, Carmen Martín Gaite

  11. "- A mi padre y a mí nos pilló la guerra en el pueblo y en el pueblo nos quedamos. Cuando subí por primera vez, después, aún quedaban muertos por estos sitios. Ahí, sin ir más lejos –señaló a su espalda-, a la puerta del chozo, había tres que enterré yo. Parecía extraño que aquellos parajes solos y mudos pudieran haber visto la guerra de que el pastor hablaba, el paso y la muerte de tantos hombres. Aquel silencio amarillo y susurrante no podía haber sido roto por una voz, un estruendo, un lamento; parecía tierra inmutable, indiferente, donde todas las cosas habrían de desaparecer irremisiblemente como la piedra, en polvo calcinado, sin dejar huella en su dormida nada« J. Fernández Santos: Los bravos

  12. -¿Y qué hay de vuestra boda, Miguel? –preguntó Sebastián. Miguel estaba tendido, con el antebrazo derecho sobre los párpados cerrados; dijo: -Qué se yo. No me hables de bodas ahora. Hoy es fiesta. -Pues tú estás bien. No sé yo qué problema es el que tenéis. Ya quisiéramos estar como tu novia y tú. -Ca, no lo pienses tan sencillo. -Pues la posición que tú tienes… -Eso no quiere decir nada, Sebas. Son otros muchos factores con los que tiene uno que contar. Uno no vive solo, y cuando en una casa están acostumbrados a que entre un sueldo más, se les hace muy cuesta arriba resignarse a perderlo de la noche a la mañana. Eso aparte otras complicaciones que no sé yo, un lío. -Pues yo no es que quiera meterme en la vida de nadie, pero, chico, te digo mi verdad: yo creo que uno en un momento dado tiene derecho a casarse como sea. O vamos, compréndeme, a no ser que tenga responsabilidades mayores, por caso, enfermos o cosa así. Pero si es sólo cuestión de que se vayan a ver un poquito más estrechos, ¿eh?, económicamente, yo creo que hay que dejarse de contemplaciones y cortar por lo sano. Que les quitas un sueldo con el que han estado contando hasta hoy; bueno, pues ¡qué se le va a hacer! Todos tienen derecho a la vida. Y también, si te vas, es una boca menos a la mesa. Por eso te digo; yo que tú, no sé las cosas, ¿verdad?, pero vamos, que respecto a la familia, me liaba la manta a la cabeza y podían cantar misa. Mi criterio por lo menos es ése, ¿eh?; mi criterio. -Eso se dice pronto. Pero las cosas no son tan simples, Sebastián. Desde fuera nadie se puede dar una idea de los tejemanejes y las luchas que existen dentro de una casa. Aun queriéndose. Las mil pequeñas cosas y los tiquismiquis que andan de un lado para otro todo el día, cuando se vive en una familia de más de cuatro y más de cinco personas. No creas que es cosa fácil. -Si es que ya lo sabemos, pero con todo eso hay que arrostrar. -Que no, hombre, que no; prefiere uno fastidiarse y esperar el momento oportuno. SÁNCHEZ FERLOSO, Rafael: El Jarama.

  13. LA RENOVACIÓN DE LOS 60

  14. Nacer, crecer, bailar una vez en la fiesta del pueblo delante de la procesión del Corpus con el moño alto, porque era buena bailarina y se decidió, que sí, que a pesar de todo, a pesar de estar determinada al dolor y a la miseria por su origen, ella debía bailar ante el palio en la procesión del Corpus, en la que el orgullo de la Custodia a todos los campesinos de la plana toledana salva, hundirse después, hundirse hacia la tierra, rodear el airoso talle (que la hizo elegir para la fiesta) de tierra asimilada, comida, enterrarse en grasa pobre, ser redonda, caminar a lo ancho del mundo envuelta en esa redondez que el destino otorga a las mujeres que como ella han sido entregadas a la miseria que no mata, huir delante de un ejército llegado de no se sabe dónde, llegar a una ciudad caída de quién sabe qué estrella, rodear la ciudad, formar parte de la tierra movediza que rodea la ciudad, la protege, la hace, la amamanta, la destruye, esperar y ahora gemir. No saber nada. No saber que la tierra es redonda. No saber que el sol está inmóvil, aunque parece que sube y baja. No saber que son tres Personas distintas. No saber lo que es la luz eléctrica. No saber por qué caen las piedras hacia la tierra. No saber leer la hora. No saber que el espermatozoide y el óvulo son dos células individuales que fusionan sus núcleos. No saber nada. No saber alternar con las personas, no saber decir: "Cuánto bueno por aquí, no saber decir: "Buenos días tenga usted; señor doctor". Y sin embargo, haberle dicho: "Usted hizo todo lo que pudo". Y repetir obstinadamente: “Él no fue". No por amor a la verdad, ni por amor a la decencia, ni porque pensara que al hablar así cumplía con su deber, ni porque creyera que al decirlo se elevaba ligeramente sobre la costra terráquea en la que seguía estando hundida sin ser capaz nunca de llegar a hablar propiamente, sino sólo a emitir gemidos y algunas palabras aproximadamente interpretables. “Él no fue" y ante la insistencia de un hombre, tal como ella nunca había conocido que existieran - dotados de esa alta prepotencia - aunque bien que lo adivinaba a veces mirando la ciudad de lejos con su nube de humo encima surgida de ciertos agujeros que hasta tanto más tarde no había de conocer, repetir: "Cuando él fue, ya estaba muerta “Él no fue" y seguir gimiendo por la pobre muchacha surgida de su vientre y a través de cuyo joven vientre abierto ella había visto, con sus propios ojos, írsele la vida preciosista que, como único bien, le había transmitido. L. Martín Santos: Tiempo de silencio

  15. ¡ Allí estaban las chabolas! Sobre un pequeño montículo en que concluía la carretera derruida, Amador se había alzado –como muchos años antes Moisés sobre un monte más alto- y señalaba con ademán solemne y con el estallido de la sonrisa de sus belfos gloriosos el vallizuelo escondido entre dos montañas altivas, una de escombrera y cascote, de ya vieja pulida y expoliada basura ciudadana la otra (de la que la busca de los indígenas colindantes había extraído toda sustancia aprovechable valiosa o nutritiva) en el que florecían, pegados los unos a los otros, los soberbios alcázares de la miseria. La limitada llanura aparecía completamente ocupada por aquellas oníricas construcciones confeccionadas con maderas de embalaje de naranjas y latas de leche condensada, con láminas metálicas provenientes de envases de petróleo o de alquitrán, con onduladas uralitas recortadas irregularmente, con alguna que otra teja dispareja, con palos torcidos llegados de bosques muy lejanos, con trozos de manta que utilizó en su día el ejército de ocupación, con ciertas piedras graníticas redondeadas en refuerzo de cimientos que un glaciar cuaternario aportó a las morrenas gastadas de la estepa, con ladrillos de “gafa” uno a uno robados en la obra y traídos en el bolsillo de la gabardina con adobes en que la frágil paja hace al barro lo que las barras de hierro al cemento hidráulico, con trozos redondeados de vasijas rotas en litúrgicas tabernas arruinadas, con redondeles de mimbre que antes fueron sombreros, con cabeceras de cama estilo imperio de las que se han desprendido ya en el Rastro los latones, con fragmentos de barrera de una plaza de toros pintados todavía de color herrumbre o sangre, con latas amarillas escritas en negro del queso de la ayuda americana, con piel humana y con sudor y lágrimas humanas congeladas. LUIS MARTÍN-SANTOS: Tiempo de silencio.

  16. Sin embargo, en este mismo ámbito de calcinada tierra, cielo remoto, imposibles pájaros, luz obsesiva, durante el reino de los Veinticinco Años de Paz, reconocidos y celebrados hoy por todos los bien pensantes del mundo, hombres armados habían golpeado a compatriotas indefensos con látigos, fustas, bastones; se habían cebado en ellos con sus culatas, correas, botas, fusiles. Hombres cuyo único delito fue el de defender con las armas el gobierno legal, real, cumplir con su juramento de fidelidad a la República, proclamar el derecho a una existencia justa y noble, creer en el libre albedrío de la persona humana, escribir la palabra LIBERTAD en tapias, cercados, aceras, muros. […] Condenados a muerte, miraron por última vez el cielo, las nubes, los pájaros, todo aquello que de una u otra forma representaba para ellos la vida. Pasaron el duermevela agitado que precede a la ejecución. Escribieron su carta de adiós al padre, la madre, la mujer, la novia, los hijos. Comieron el último plato de lentejas. Bebieron ávidamente la última taza de café. Caminaron hacia el paredón vigilados, encuadrados, empujados, sostenidos por sus verdugos. Afrontaron los fusiles con serenidad, lloraron, solicitaron valientemente la venia de dar la orden de fuego, suplicaron vida salva, se reconciliaron con Dios, rechazaron los auxilios del cura, gritaron, rieron, aullaron, se mearon de miedo, cayeron tronchados por las balas, rindieron el último suspiro. Juan Goytisolo: Señas de identidad

  17. NOVELA A PARTIR DE 1975

  18. «A 36.000 kilómetros de la Tierra –leyó ella – se halla una órbita geoestacionaria, fija a la atmósfera porque se mueve a la misma velocidad que la Tierra: la órbita Cementerio, como se denomina a aquella a la que se envían los satélites cuando pierden su vida útil. […]» O sea, para entendernos, que los pobres satélites son como elefantes que van a morir a su necrópolis común. No deja de tener su lado poético, si lo piensas. Imagínate, Bea: unos cachivaches enormes cuya labor principal era la comunicación, mudos, aislados para siempre, rodeados de un ejército de cachivaches similares que tampoco podrán comunicarse nunca más. Alucinante, ¿no? Piensa en eso ahora, Bea, tantos años después. Hace cuatro años que no ves a Mónica. Piensa en la soledad de los satélites, la soledad orbital. Abandonados por aquellos a los que una vez sirvieron. Olvidados y fríos. Rodeados del vacío más yermo y absoluto, en el silencio helado del universo helado, cubiertos de una capa de escarcha que no brilla, que no tiene siquiera ya luz que reflejar. Inmóviles y dignos en su glacial retiro, satélites difuntos, cadáveres exánimes de gélida chatarra, antiguallas que fueron monstruos de acero y hierro, que una vez transmitieron fechas, datos y cifras a los que concedían importancia crucial. Fechas, datos y cifras que ahora nadie recuerda. Ni la fuerza del hierro escapa al desamparo. Ahora, incomunicados, herrumbrosos titanes que han perdido su fuerza, condenados a un mutismo eterno y oxidado, jalonan de morralla un sector desolado. Los cables y las tuercas se acabarán desintegrando, aunque quizá falten siglos para que ocurra eso. En cualquier caso, piensa, qué poco importa el tiempo en un paisaje ciego, donde cada minuto es exacto al siguiente, donde a cada segundo sucede otro segundo. Idéntico, inmutable, un segundo apagado para un tiempo marchito. Órbita cementerio. Soledad orbital. A veces pienso, Mónica, donde quiera que estés, que a mí me ha pasado lo mismo. Que fui enviada al mundo con una misión: comunicarme con otros seres, intercambiar datos, transmitir. Y sin embargo, me he quedado sola, rodeada de otros seres que navegan desorientados a mi alrededor en esta atmósfera enrarecida por la indiferencia, la insensibilidad o la mera ineptitud, donde nunca espera que la escuchen, y menos aún que la comprendan. A nuestro alrededor giran universos enteros, estrellas, soles, lunas, galaxias, aerolitos, grandes constelaciones, nubes de gas y polvo, sistemas planetarios, materia interestelar. Hasta basura espacial. Pero sobre todo, un silencio insondable que todo lo absorbe. Un vacío enorme y negro, una quietud indescifrable. Y aunque sé que no debería ser así, el caso es que me siento a millones de años luz de cualquier señal de vida, si la hay, que se desarrolle a mi alrededor. Siento que navego en la órbita cementerio.Lucía Etxevarría: Beatriz y los cuerpos celestes

  19. En un piso de la calle 52 Este de Nueva York, ante los ojos conmovidos de una mujer y un hombre que oyen tras las ventanas cerradas el viento del invierno y el rumor como de catarata de la ciudad a la que asoman muy pocas veces y encuentran en el baúl de Ramiro Retratista lo que nunca han buscado, lo que les perteneció siempre, sin que lo supieran o lo desearan, las razones más antiguas de su desarraigo y de su complicidad. (...) Ellos me hicieron, me engendraron, me lo legaron todo, lo que poseían y lo que nunca tuvieron, las palabras, el miedo, la ternura, los nombres, el dolor, la forma de mi cara, el color de mis ojos, la sensación de no haberme ido nunca de Mágina y de verla perderse muy lejos, al fondo de la extensión de la noche. A. Muñoz Molina: El jinete polaco

  20. Mucho más tarde, cuando Jaime Astarloa quiso reunir los fragmentos dispersos de la tragedia e intentó recordar cómo había empezado todo, la primera imagen que le vino a la memoria fue la del marqués. Y aquella galería abierta sobre los jardines del Retiro, con los primeros calores del verano entrando a raudales por las ventanas, empujados por una luz tan cruda que obligaba a entornar los ojos cuando hería la guarda bruñida de los floretes. El marqués no estaba en forma; sus resoplidos recordaban los de un fuelle roto, y bajo el peto se veía la camisa empapada en sudor. Sin duda expiaba así algún exceso nocturno de la víspera, pero Jaime Astarloa se abstuvo, según su costumbre, de hacer comentarios inoportunos. La vida privada de sus clientes no era asunto suyo. Se limitó a parar en tercia una pésima estocada que habría hecho ruborizar a un aprendiz, y se tiró luego a fondo. El flexible acero italiano se curvó al aplicar un recio botonazo sobre el pecho de su adversario. A. Pérez Reverte: El maestro de esgrima

  21. Todos los días salía de casa subiéndose sus imaginarias solapas de espía, un cigarrillo colgado del labio y la mirada esquinada de astucia. Deteniéndose en los escaparates y simulando curiosidades imprevistas, angulando reojos, hurtando el perfil, burlando persecuciones y salvando emboscadas, vencía sin novedad la primera etapa del trayecto. A partir de allí, le esperaba otra suerte de peligros. Si aguardaba la luz verde para cruzar una calle y se ponía a su altura una mujer con alguna prenda negra, perdía una baza de semáforo. Si azul, ganaba el derecho a acelerar el paso durante un minuto. Si alcanzaba a un transeúnte ciego o cojo, no podía adelantarlo mientras no lo liberase algún hombre con un peso a la espalda. Quedaba cautivo de una plaza si la estaban regando o había un niño con un gorro, y no podía franquearla hasta que cruzase un perro o levantase el vuelo una paloma. Pero si el perro se paraba a hacer una necesidad, también él debía pararse y contener la respiración, pues en caso contrario las reglas del juego lo obligaban a retroceder hasta encontrar una monja o cualquier otra persona de uniforme. Por momentos la vida le parecía apasionante. Luis Landero: Juegos de la edad tardía

  22. Los héroes sólo son héroes cuando se mueren o cuando los matan. Y los héroes de verdad nacen y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos. Muertos, muertos. (...) El soldado le está mirando; Sánchez Mazas también, pero sus ojos deteriorados no entienden lo que ven: bajo el pelo empapado y la ancha frente y las cejas pobladas de gotas la mirada del soldado no expresa compasión ni odio, ni siquiera desdén, sino una especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque las palabras sólo están hechas para decirse a si mismas, para decir lo decible, es decir todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o es este soldado anónimo y derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin dejar de mirarlo. Javier Cercas: Soldados de Salamina

  23. NOVELA DEL EXILIO

  24. Aquellos muertos que íbamos encontrando, después de días bajo el sol de África, que vuelve la carne en vivero de gusanos en dos horas; aquellos cuerpos mutilados, momias cuyos vientres explotaron. Sin ojos o sin lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos. ¡Oh, aquellos muertos! A. Barea: La forja de un rebelde (II)

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