650 likes | 1.1k Views
El corrector de estilo. Dice un proverbio que la lengua no tiene huesos, pero puede quebrarlos. Sí, puede quebrarlos hasta con errores, que desintegran el significado de lo que decimos. .
E N D
El corrector de estilo • Dice un proverbio que la lengua no tiene huesos, pero puede quebrarlos. Sí, puede quebrarlos hasta con errores, que desintegran el significado de lo que decimos.
Nuestro renovado esfuerzo para que se hable bien, se escriba mejor y se corrija con fundamentos; para que se entienda que las normas lingüísticas no sólo son útiles para los investigadores, sino también para otros profesionales, que no lo son, y para el hombre y mujer comunes, que debe interpretar cualquier mensaje en la calle o en su trabajo.
No hay que imponer normas para que se hable o se escriba de acuerdo con un modelo estereotipado; quiero compartir (enseñar, si se puede) que existen esas normas, y que ayudan muchísimo cuando aguijonean las dudas.
La asistencia a este taller evidencia la necesidad de difundir las reglas que rigen la correcta expresión oral y escrita de nuestra lengua.
Sólo se aspira a orientar a quien lo necesite y, sobre todo, a los que trabajan diariamente con las palabras (en el ámbito periodístico, la edición o la corrección de textos) porque –como bien decía San Agustín– «conviene matar el error, pero salvar a los que van errados».
La historia comienza cuando alguien pone punto final a un texto. Ya ha gozado del Paraíso al escribirla y ha sufrido el Purgatorio al introducirle algunas mejoras. Cree que, en ese momento sublime y tan esperado, han terminado sus ansiedades, fatigas, nervios, insomnios y demás ingredientes que siempre sazonan la composición de la escritura.
“Esto ya no se escribe así”, “esta voz ya no lleva tilde”, “tal párrafo es oscuro –ininteligible–”, “la Real Academia Española no registra aún este vocablo o ya lo considera un arcaísmo”, “esta proposición subordinada adjetiva es explicativa”, “aquí falta una preposición”, “allí la preposición sobra”, etcétera.
Sin duda, cuando el autor -en latín, ‘el que realiza una creación, el que hace aumento’- da a luz, se encuentra con su vástago en medio del corrector que “lo persigue” y “fiscaliza” esa persecución.
Las palabras corrector y editor provienen del latín: corrector era el que eliminaba errores, remediaba yerros, ajustaba el texto; volvía derecho o recto lo torcido, enderezaba, enmendaba; editor es derivado culto del verbo edere que denota ‘sacar afuera, dar a luz, parir, engendrar, dar a conocer, revelar, hacer público, producir, publicar’.
La edición es, pues, el parto, la producción. El editor era el que producía; el autor, el fundador.Según el Diccionario académico, editor es la persona que publica por medio de la imprenta u otro procedimiento una obra, por lo regular ajena, un periódico, un disco, etcétera, multiplicando los ejemplares.
Dice José Martínez de Sousa que “la función del experto (corrector, revisor) consiste en la lectura atenta del texto que se somete a su criterio y en atender a la terminología, a la adecuación del lenguaje y al fondo del asunto, tratando de descubrir y enmendar anacronismos, impropiedades, descripciones o expresiones oscuras o sin sentido, etc.”
Una vez realizada la corrección de concepto, el texto ya está preparado para ser sometido a la corrección de estilo, es decir a una lectura minuciosa y circunstanciada, para llevar a cabo un verdadero análisis de la forma en que se ha volcado el contenido, es decir, una exhaustiva revisión lingüística desde el punto de vista gramatical, semántico, léxico y ortográfico.
Esta tarea es delicada y difícil; no sólo requiere conocimientos sólidos y bien fundamentados, sino también “prudencia exquisita para saber cuándo hay que aplicarse a corregir y cuándo debe uno abstenerse o, en su caso, consultar con quien proceda”.
El sintagma corrección de estilo confunde, sobremanera, a no pocos correctores y a los que no lo son, pues el estilo no se corrige. Algunos prefieren hablar de revisión de originales, pero esta frase no describe con justeza esa labor.
El exceso de corrección lingüística, el desenfreno morboso en encontrar la falta donde no existe, puede desfigurar el estilo y hasta cambiarlo, por eso, el corrector no debe hacer modificaciones innecesarias sólo para justificar su trabajo.
Esto no debe ocurrir, por un principio que ha de regir siempre su tarea: “el corrector no es coautor”, es decir, no es autor con otro. El estilo es del autor, es su manera peculiar de escribir, de usar recursos lingüísticos y literarios; el corrector no puede reemplazarlo con el suyo, por el contrario, debe preservarlo celosamente por ética profesional.
Su tarea es corregir sólo lo que transgrede las normas lingüísticas. Puede enunciarse, entonces, un segundo principio rector: “no tocará el texto original si su redacción es tan correcta que no lo necesita”.
El tercer principio dice: ”no justificará vanamente su labor con sustituciones léxicas o sintácticas inadecuadas o innecesarias”.
El cuarto principio: “siempre consultará al autor y respetará su opinión si se trata de cuestiones discutibles; la palabra del autor es la que debe prevalecer”.
El quinto principio: “el corrector deberá fundamentar cada una de sus enmiendas de carácter lingüístico”; si no puede hacerlo, aquéllas carecerán de valor.
Ha de anotar las correcciones sobre el texto, no, en los márgenes de las cuartillas u hojas mecanografiadas; lo hará con letra clara, legible –un corrector no puede adolecer de mala caligrafía–; no tachará el error del autor de manera que ya no pueda leerse, pues aquél podría disentir de él en tal corrección y querer mantener lo escrito con anterioridad.
Lo dice muy bien Camilo José Cela en su novela La familia de Pascual Duarte: Los escritores, por lo común, corregimos las pruebas de nuestras primeras ediciones y, a veces, ni eso. Las que siguen las dejamos al cuidado de los editores quienes, quizá por aquello de su conocida afición al noble y entretenido juego del pasabola, delegan en el impresor, el que se apoya en el corrector de pruebas que, como anda de cabeza, llama en su auxilio a ese primo pobre que todos tenemos quien, como es más bien haragán, manda a un vecino. El resultado es que, al final, el texto no lo reconoce ni su padre: en este caso, un servidor de ustedes. Los libros, con frecuencia, mejoran con esta gratuita y tácita colaboración, pero los autores rara vez nos avenimos a reconocerlo y solemos preferir, quizás habitados por la soberbia, aquello que con mejor o peor fortuna habíamos escrito.
Hay otros testimonios, como el de aquel librero de Boston que escribió su epitafio: Aquí yace como un libro viejo con el pergamino arrugado y usado, sin título ni adorno alguno, el cuerpo de Ben Franklin, impresor. Pasto es de los gusanos; pero no por eso perecerá el libro, volverá a aparecer en una nueva y muy hermosa edición, revista y corregida por el autor.
Corrección tipográfica o señalización tipográfica, estrechamente ligada con aquélla. Mediante esta nueva corrección, se señalan –cotejando con el original– las erratas ortográficas y tipográficas de la composición, así como otros gazapos que surgen cuando se convierte el original en libro: trasposición de letras o de palabras, desplazamiento de letras, repetición de letras en el interior de las palabras, acumulación de consonantes al principio de las palabras, cambio de palabras, punto seguido en lugar de aparte o aparte en lugar de seguido, separación de letras dentro de la palabra, omisión de una palabra o de un fragmento, una puntuación por otra, signos de interrogación o de exclamación que se abren y no se cierran o viceversa, un tipo de letra por otro, mayúsculas por minúsculas, minúsculas por mayúsculas, tildes que sobran o que faltan, espacios anormales entre las palabras, etcétera.
Las correcciones deben realizarse en los márgenes de la galera y, si es posible, con tinta roja, verde o azul para identificar rápidamente en qué lugar de la línea se halla el error. En esta etapa, es muy útil la ayuda del atendedor que lee en voz alta el original, mientras el corrector sigue en silencio la lectura de la galerada.
El corrector redactor es, al mismo tiempo, un técnico y un intelectual. Sabemos que su tarea no consiste en “repasar” ligeramente un texto de acuerdo con su gusto o con su particular criterio, reemplazando una palabra con otra, colocando una coma o tachando un punto y coma. Exige mucho más: profundos conocimientos de gramática, normativa, ortografía y lexicología de la lengua española; de ortografía técnica, es decir, de todos los elementos que conciernen a la tipografía, a la construcción material del texto:
• voces o frases que han de ir en redonda, bastardilla o cursiva, versalitas, versales o mayúsculas, negrita; • • función de los distintos tipos de letra; • • indicación de diferentes cuerpos de las letras: fragmentos de texto que han de componerse en cuerpo mayor o menor; • • disposición de títulos y subtítulos: su gradación según su importancia; • • extensión de las sangrías; • número de líneas en blanco (antes y después de los subtítulos, por ejemplo);
• tamaño de los márgenes; • • estructura de los párrafos; • • división de palabras al final de la línea; • • presentación de la bibliografía; • • redacción correcta de las citas a pie de página; • • coincidencia de los números voladitos con las citas a pie de página; • • revisión exacta de las remisiones; • • estructura de cuadros sinópticos o de tablas; • • presentación de epígrafes, dedicatorias e índices; • • unificación de las grafías de topónimos y antropónimos, de abreviaturas, siglas y símbolos, de voces que pueden escribirse con tilde o sin ella, con j o con x, con b o con v, con c o con s.
Desde este punto de vista, el corrector redactor es un técnico, pero este técnico no puede dejar de ser un intelectual, un corrector de conceptos -por lo menos, los más importantes-, una persona de cultura para interpretar ese texto que tiene entre sus manos y ante sus ojos, para llegar al fondo de la materia de que trata la obra, a la propiedad de las ideas expuestas y hasta a la terminología, aunque ya un experto haya hecho la corrección de concepto.
En síntesis, no se puede corregir sin entender lo que se corrige, para evitar acciones como la de aquel corrector que leyó en un texto El arpa de Noé y se dijo de inmediato: “No, el arpa no era de Noé, sino de David”; entonces, después de haber llegado a esta brillante conclusión, corrigió: El arpa de David y tergiversó, en su totalidad, el contenido, pues el texto quedó así:
El arpa de David tenía trescientos codos de largo, cincuenta de ancho y treinta de alto, un tragaluz, una puerta a un costado y tres pisos. Allí metió parejas de animales, macho y hembra, para que vivieran con él. ¿Qué se piensa de semejante despropósito? Lo primero que se puede preguntar es dónde se insertaban las cuerdas para tocar ese fabuloso instrumento musical.
Otro ejemplo: “Leyó la zaga de los Buendía, de Gabriel García Márquez”. El corrector no advirtió que saga debe escribirse con s, porque denota el ‘relato novelesco que abarca las vicisitudes de dos o más generaciones de una familia’; zaga, con z, significa ‘la parte trasera de algo’. El error ortográfico tergiversa, pues, el significado de la oración.
Umberto Eco padeció también estos inconvenientes con el traductor al francés de una de sus obras sobre la estética medieval. El estudioso italiano se refiere, en un fragmento, a «las cinco llagas (de Cristo)»; como piaga (pl. piaghe) tiene, en italiano, las acepciones de ‘plaga’ y de ‘llaga’, el traductor interpretó que Eco aludía a «las cinco plagas» y le agregó, de acuerdo con su propio ingenio, «de Egipto», sin reparar en que las plagas fueron diez y, por supuesto, sin tener en cuenta el contenido del texto.
A veces, el error se equivoca. ¿Por qué el corrector no descubrió ese desacierto? ¿Fue corregida, realmente, la traducción? «El arte de la edición –dice Eco– (es decir, la capacidad de controlar y volver a controlar un texto de modo de evitar que contenga, o contenga dentro de límites soportables, errores de contenido, de transcripción gráfica o de traducción, allí donde ni siquiera el autor había reparado) se desenvuelve en condiciones poco favorables».
Estos disparates mayúsculos nos alertan acerca de que el corrector redactor debe sumergirse en la obra hasta sus raíces. Leer con los ojos y con lo que tiene más allá de ellos: su cultura, pues, de lo contrario, como aquel desdichado “del arpa”, deshará el texto, lo triturará y hasta cambiará el orden natural.
Como no es posible ser versado en todas las especialidades, debe saber seleccionar la bibliografía adecuada que le permita verificar los datos expuestos por el autor del original y, al mismo tiempo, sugerir el agregado de otros
Para ello, es indispensable la consulta de un buen diccionario enciclopédico y, por supuesto, del Diccionario académico, en su última edición, y del Diccionario de Autoridades.
Además, es obligatoria la consulta de otros más específicos, como los diccionarios de abreviaturas, de americanismos, galicismos, anglicismos, etimológicos, de antropónimos, bilingües, biobibliográficos, de citas, geográficos, históricos, toponímicos, científicos y técnicos, de fraseología, modismos, de extranjerismos, de refranes, es decir, diccionarios especializados, de probada seriedad.
El corrector redactor estará, entonces, muy bien preparado para: • • determinar las características de la redacción; • • buscar la información necesaria y exigida por el tema de la composición; • • elegir la clase de párrafo más adecuada: narrativo, descriptivo, expositivo-argumentativo, es decir, de enumeración, de secuencia, de comparación/contraste, de desarrollo de un concepto, de enunciado/solución de un problema, de causa/efecto;
• diferenciar las introducciones de las conclusiones y elegir las más convenientes según el tipo de escrito: introducción o conclusiónsíntesis, con anécdota, con breves afirmaciones, introducción o conclusión cita, interrogante, analogía; • • dominar la puntuación; • • dominar el uso de la coordinación y de la subordinación; • • resolver sus dudas lingüísticas con bibliografía adecuada; • • controlar el orden de las palabras en la oración, es decir, cuidar su arquitectura;
• eliminar palabras superfluas y repeticiones innecesarias; • • usar las reglas de autocorrección para revisar la forma de su escritura; • • la estructura formal de los títulos; • • diferenciar los géneros literarios; • • distinguir un escrito informativo de un escrito creativo o científico; • • advertir el papel de la instrucción gramatical, el valor de la gramática para llevar a cabo la tarea de redacción; • • cuidar el uso preciso de las palabras.
Esta formación que exigen los nuevos rumbos editoriales le permitirá al corrector dejar de luchar a brazo partido con un idioma que no es fácil, aunque sea el materno; lo ayudará a escribir según las leyes gramaticales y no, negligentemente, de acuerdo con el sentido, es decir, según le suena. Pensar en lo que se ha de escribir y en cómo se ha de escribir es la clave de la nueva labor.
Nosotros tenemos siempre a nuestro alcance un dicho que no encierra más que la verdad: “Si se escribe con justeza, se corrige con destreza”. Y saber escribir bien no implica volcar todo el diccionario en la página, porque eso no es erudición, sino ignorancia. Escribir bien y corregir bien implican trabajar con perseverancia por lograrlo. Bien decía don Miguel de Unamuno que «el modo de dar una vez en el clavo es dar cien veces en la herradura».
El corrector necesita, entonces, especializarse y actualizarse continuamente para dignificar su profesión, para no ponerle límites a su trabajo, y que éste sea cada vez más solicitado y respetado. No puede vivir entre signos de interrogación, verdaderos ganchos a los que se aferran las dudas, o de exclamación, para admirarse de todo lo que no sabe; menos aún, puede vegetar después de los puntos suspensivos, donde empieza el umbral de la incertidumbre, de las vacilaciones, de la nada.
Los valores de una sociedad también se reflejan en la lengua que hablan sus componentes, en el modo de decir las palabras, de elegirlas, en la entonación y hasta en los gestos que las acompañan. Lengua es el periódico, la revista de moda, el mensaje electrónico, la publicidad, la receta de cocina, el coloquio callejero o empresarial; lengua es la labor del aula, la investigación científica, el ensayo filosófico, la novela premiada y el poema que crece serenamente desde la sangre que se deja florecer.
Todos somos palabras, pues nacimos de ellas, vivimos de ellas y sentimos con ellas y por ellas. Hablando y escribiendo proclamamos, casi sin notarlo, nuestra existencia y buscamos un lugar para instalarnos en este refugio pequeño y fugaz, que llamamos mundo y que imaginamos infinito, y hasta veneramos. Un mundo que se llena de palabras sin sueños porque no creemos ya en esos sueños, surtidores de nuestros lejanos silencios.
.....¿Por qué muchas personas habrán perdido el afán de hablar bien y de escribir mejor? ¿Por qué no corrigen lo que escriben? ¿Cuánto les importa su lengua, es decir, su identidad? ¿Por qué participan, hasta con aplausos, de la mediocridad lingüística que, a veces, ofrecen los medios de comunicación?
El desposeimiento de la palabra es intolerable; el exceso de palabras también, sobre todo, cuando se apartan de lo justo y de lo sensato. La economía de vocablos puede traer sus inconvenientes, pero, a pesar de ello, escuchamos que un calificado profesional le decía a un periodista: No voy a hablar verbalmente.
Nos preguntamos entonces: ¿cómo hablará?, ¿por señas? A veces, la pobreza verbal conduce al exiguo dato histórico: Desde allí exploraremos antiguos senderos utilizados en la época del Perú…¿acaso, no sigue existiendo el Perú?; ¿qué entiende por «época»? De acuerdo con la segunda acepción del Diccionario académico, como ‘período que se distingue por los hechos históricos en él acaecidos y por sus formas de vida’, el Perú tuvo varias épocas. ¿A cuál se refiere?